La fe, la esperanza
y la caridad son como tres estrellas que brillan en el cielo de nuestra vida
espiritual para guiarnos hacia Dios. Son, por excelencia, las virtudes
"teologales": nos ponen en comunión con Dios y nos llevan a él.
Forman un tríptico que tiene su vértice en la caridad, el agape,
que canta de forma excelsa san Pablo en un himno de la primera carta a los
Corintios. Ese himno concluye con la siguiente declaración: "Ahora
permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad, pero la
más excelente de ellas es la caridad" (1 Co 13, 13).
Las tres virtudes teologales, en la medida en
que animan a los discípulos de Cristo, los impulsan a la unidad, según la
indicación de las palabras paulinas que escuchamos al inicio: "Un
solo cuerpo (...), una sola esperanza (...), un solo Señor, una sola fe (...),
un solo Dios y Padre" (Ef 4, 4-6). Continuando nuestra
reflexión de la catequesis anterior sobre la perspectiva ecuménica, hoy
queremos profundizar en el papel que desempeñan las virtudes teologales en el
camino que lleva a la plena comunión con Dios-Trinidad y con los hermanos.
(…)
En el vértice de las tres virtudes
teologales está el amor, que san Pablo compara casi con un lazo de
oro que une en armonía perfecta a toda la comunidad cristiana: "Y
por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la
perfección" (Col 3, 14). Cristo, en la solemne oración por la
unidad de los discípulos, revela su substrato teológico profundo:
"el amor con que tú (oh Padre) me has amado esté en ellos y yo en
ellos" (Jn 17, 26). Precisamente este amor, acogido y
acrecentado, constituye en un solo cuerpo a la Iglesia, como nos señala san
Pablo: "Siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta aquel
que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión
por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad
propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para
su edificación en el amor" (Ef 4, 15-16).
La meta eclesial de la caridad, y al mismo
tiempo su fuente inagotable, es la Eucaristía, comunión con el cuerpo y la
sangre del Señor, anticipación de la intimidad perfecta con Dios. Por
desgracia, como recordé en la catequesis anterior, en las relaciones entre los
cristianos desunidos, «a causa de las divergencias relativas a la fe, no es
posible todavía concelebrar la misma liturgia eucarística. Y sin embargo,
tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y
este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos nos dirigimos
al Padre y lo hacemos cada vez más "con un mismo corazón"» (Ut unum sint, 45). El Concilio nos recordó
que "este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la
unidad de la una y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas y la capacidad
humanas". Por ello debemos poner nuestra esperanza "en la oración de
Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros y en el poder del
Espíritu Santo" (Unitatis redintegratio, 24).
(de la Audiencia General
de Juan Pablo II 22 de noviembre de 2000 – leer completa)
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