No todos están llamados a ser artistas en el sentido
especifico de la palabra. Sin embargo, según la expresión del Génesis, a cada hombre
se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe
hacer de ella una obra de arte, una obra maestra (Juan Pablo II,
Carta a los Artistas, n2)
El
arte y la belleza son los medios que ha escogido el Señor para elevar al hombre
sobre si mismo y como en magnifico vuelo impulsarlo hacia Dios. Son las alas
que Dios ha querido donar a los hombres a fin de que las usen para alzarse por
encima de las miserias y de las vulgaridades del mundo hacia las cosas más altas,
grandes, a la medida de la imagen de Dios, que el hombre alberga n la intimidad
de su corazón. Y precisamente esa imagen
de Dios, que el hombre lleva en el corazón, lo empuja a la búsqueda del rostro
de Dios, al origen del cual proviene, para utilizar un término caro al papa
Juan Pablo II en su poema Tríptico romano.
El artista es, por vocación, un buscador del rostro
de Dios, una especie de explorador que parte hacia lugares lejanos para luego
retornar y por medio de sus obras, compartir con sus amigos las bellezas
descubiertas. Juan Pablo II siempre
pregonó, sin reservas, su coproiso con esta vocación. No solamente como poeta y
artistas, sino también, y quizás sobre todas las cosas, como enamorado de Cristo
y de la Iglesia, como un apasionado por el hombre y su dignidad. Su pontificado
se asemeja mucho a la vida apasionada de un artista que halló en el Evangelio
el mensaje más bello de anunciar, y en Cristo el rostro más bello a ser
contemplado, amado y dado a conocer.
Para transmitir el mensaje que Cristo le ha
confiado, la Iglesia tiene necesidad del arte. En efecto, debe hacer
perceptible, más aun, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo invisible,
de Dios. Debe por tanto acuñar en
fórmulas significativas lo que en si mismo es inefable. (Juan Pablo II,
Carta a los Artistas, n. 12)
Juan
Pablo II ha plasmado en su propia vida, en sus palabras, en sus gestos, aquella
obra maestra de la que hablaba en Carta a los Artistas. Y nos urgió a tomar
conciencia de la grandeza de la vida cristiana, de su “alta medida”. La
banalidad y la fealdad de la vida en pecado, de toda la vida proclive a la
bajeza, no es vida cristiana. El Evangelio siempre nos llama a mirar a “las cosas
de arriba” (Col. 3) y a convertirnos en conocedores y fieles frecuentadores de
la belleza, que encuentra su punto culminante en el rostro de Cristo. Allí el Creador
ha reunido toda la belleza y el esplendor.
La belleza es la
clave del misterio y la llamada a lo trascendente. Es u na invitación a gustar
la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar
del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza
como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable: «tarde te amé,
belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé»
(Juan Pablo II Carta a los Artistas n. 16)
Todos
nosotros, artistas y cristianos tenemos el deber de transitar este camino de fe
y contemplación para ofrecer un servicio enamorado a Cristo ya a los hermanos
por los senderos de la belleza, a la búsqueda, con los hombres y por los
hombres, del rostro de Cristo.
Os deseo, artistas del mundo, que vuestros múltiples
caminos conduzcan a todos hacia aquel océano infinito de belleza, en el que el
asombro se convierte en admiración, embriaguez, gozo indecible. Que el misterio
de Cristo resucitado, con cuya contemplación exulta en estos días la Iglesia,
os inspire y oriente. Que os acompañe la Santísima Virgen, la «tota pulchra»
que innumerables artistas han plasmado y que le gran Dante contempla en el fulgor
del Paraíso como «belleza que alegraba los ojos de todos los otros santos» (Juan Pablo II Carta los Artistas, n. 16)
Mons.
Marco Frisina
(Editorial
de Totus Tuus, Nro 9 septiembre 2007)
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