Cincuenta
años de sacerdocio no son pocos. ¡Cuántas cosas han sucedido en este medio
siglo de historia! Han surgido nuevos problemas, nuevos estilos de vida, nuevos
desafíos. Viene espontáneo preguntarse: ¿qué supone ser sacerdote hoy, en este
escenario en continuo movimiento mientras nos encaminamos hacia el tercer
Milenio?
No hay duda de que el sacerdote,
con toda la Iglesia, camina con su tiempo, y es oyente atento y benévolo, pero
a la vez crítico y vigilante, de lo que madura en la historia. El Concilio ha
mostrado como es posible y necesaria una auténtica renovación, en plena
fidelidad a la Palabra de Dios y a la Tradición. Pero más allá de la debida
renovación pastoral, estoy convencido de que el sacerdote no ha de tener ningún
miedo de estar "fuera de su tiempo", porque el "hoy" humano
de cada sacerdote está insertado en el "hoy" de Cristo Redentor. La
tarea más grande para cada sacerdote en cualquier época es descubrir día a día
este "hoy" suyo sacerdotal en el "hoy" de Cristo, aquel
"hoy" del que habla la Carta a los Hebreos. Este "hoy" de
Cristo está inmerso en toda la historia, en el pasado y en el futuro del mundo,
de cada hombre y de cada sacerdote. "Ayer como hoy, Jesucristo es el
mismo, y lo será siempre'' (Hb 13,8).
Así pues, si estamos inmersos con nuestro "hoy'' humano y sacerdotal en el
"hoy" de Cristo, no hay peligro de quedarse en el "ayer",
retrasados... Cristo es la medida de todos los tiempos. En su "hoy"
divino-humano y sacerdotal se supera de raíz toda oposición -antes tan
discutida- entre el "tradicionalismo" y el "progresismo''.
Las aspiraciones profundas del hombre
Si se analizan las aspiraciones del
hombre contemporáneo en relación con el sacerdote se verá que, en el fondo, hay
en el mismo una sola y gran aspiración: tiene sed de Cristo. El resto -lo que
necesita a nivel económico, social y político- lo puede pedir a muchos otros.
¡Al sacerdote se le pide Cristo! Y de él tiene derecho a esperarlo, ante todo
mediante el anuncio de la Palabra. Los presbíteros -enseña el Concilio- "tienen
como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios'' (Presbyterorum Ordinis,
4). Pero el anuncio tiende a que el hombre encuentre a Jesús, especialmente en
el misterio eucarístico, corazón palpitante de la Iglesia y de la vida
sacerdotal. Es un misterioso y formidable poder el que el sacerdote tiene en
relación con el Cuerpo eucarístico de Cristo. De este modo es el administrador
del bien más grande de la Redención porque da a los hombres el Redentor en
persona. Celebrar la Eucaristía es la misión más sublime y más sagrada de todo
presbítero. Y para mí, desde los primeros años de sacerdocio, la celebración de
la Eucaristía ha sido no sólo el deber más sagrado, sino sobre todo la
necesidad más profunda del alma.
Ministro
de la misericordia
Como administrador del sacramento
de la Reconciliación, el sacerdote cumple el mandato de Cristo a los Apóstoles
después de su resurrección: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes
perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les
quedan retenidos'' (Jn 20, 22-23).
¡El sacerdote es testigo e instrumento de la misericordia divina! ¡Qué
importante es en su vida el servicio en el confesionario! Precisamente en el
confesionario se realiza del modo más pleno su paternidad espiritual. En el
confesionario cada sacerdote se convierte en testigo de los grandes prodigios
que la misericordia divina obra en el alma que acepta la gracia de la
conversión. Es necesario, no obstante, que todo sacerdote al servicio de los
hermanos en el confesionario tenga él mismo la experiencia de esta misericordia
de Dios a través de la propia confesión periódica y de la dirección espiritual.
Administrador de los misterios
divinos, el sacerdote es un especial testigo del Invisible en el mundo. En
efecto, es administrador de bienes invisible e inconmensurables que pertenecen
al orden espiritual y sobrenatural.
Un hombre en contacto con Dios
Como administrador de tales bienes,
el sacerdote está en permanente y especial contacto con la santidad de Dios.
"¡ Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo! Los cielos y la
tierra están llenos de tu gloria''. La majestad de Dios es la majestad de la
santidad. En el sacerdocio el hombre es como elevado a la esfera de esta
santidad, de algún modo llega a las alturas en las que una vez fue introducido
el profeta Isaías. Y precisamente de esa visión profética se hace eco la
liturgia eucarística: Sanctus, Sanctus,
Sanctus, Dominus Deus Sabaoth. Pleni sunt caeli et terra gloria tua. Hosanna in
excelsis.
Al mismo tiempo, el sacerdote vive
todos los días, continuamente, el descenso de esta santidad de Dios hacia el
hombre: benedictus qui venit in nomine
Domini. Con estas palabras las multitudes de Jerusalén aclamaban a
Cristo que llegaba a la ciudad para ofrecer el sacrificio por la redención del
mundo. La santidad trascendente, de alguna manera "fuera del mundo"
llega a ser en Cristo la santidad "dentro del mundo". Es la santidad
del Misterio pascual.
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