«Sígueme». En octubre de 1978 el
cardenal Wojtyla escucha de nuevo la voz del Señor. Se renueva el diálogo con
Pedro narrado en el Evangelio de esta ceremonia: «Simón de Juan, ¿me amas?
Apacienta mis ovejas». A la pregunta del Señor: Karol, ¿me amas?, el arzobispo
de Cracovia respondió desde lo profundo de su corazón: «Señor, tú lo sabes
todo: Tú sabes que te amo». El amor de Cristo fue la fuerza dominante en
nuestro amado Santo Padre; quien lo ha visto rezar, quien lo ha oído predicar,
lo sabe. Y así, gracias a su profundo enraizamiento en Cristo pudo llevar un
peso, que supera las fuerzas puramente humanas: Ser pastor del rebaño de
Cristo, de su Iglesia universal. Este no es el momento de hablar de los
diferentes aspectos de un pontificado tan rico. Quisiera leer solamente dos
pasajes de la liturgia de hoy, en los que aparecen elementos centrales de su
anuncio. En la primera lectura dice San Pedro —y dice el Papa con San Pedro—:
«En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en
cualquier pueblo le es agradable todo el que le teme y obra la justicia. Ha
enviado su palabra a los hijos de Israel, anunciando el Evangelio de la paz por
medio de Jesucristo, que es Señor de todos». Y en la segunda lectura, San Pablo
—y con San Pablo nuestro Papa difunto— nos exhorta con fuerza: «Por tanto,
hermanos muy queridos y añorados, mi gozo y mi corona, permaneced así,
queridísimos míos, firmes en el Señor».
«Sígueme». Junto al
mandato de apacentar su rebaño, Cristo anunció a Pedro su martirio. Con esta
palabra conclusiva y que resume el diálogo sobre el amor y sobre el mandato de
pastor universal, el Señor recuerda otro diálogo, que tuvo lugar en la Ultima
Cena. En este ocasión, Jesús dijo: «Donde yo voy, vosotros no podéis venir».
Pedro dijo: «Señor, ¿dónde vas?». Le respondió Jesús: «Adonde yo voy, tú no
puedes seguirme ahora, me seguirás más tarde». Jesús va de la Cena a la Cruz y
a la Resurrección y entra en el misterio pascual; Pedro, sin embargo, todavía
no le puede seguir. Ahora —tras la Resurrección— llegó este momento, este "más
tarde". Apacentando el rebaño de Cristo, Pedro entra en el misterio
pascual, se dirige hacia la Cruz y la Resurrección. El Señor lo dice con estas
palabras, «...cuando eras más joven ... ibas adonde querías; pero cuando
envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras».
En el primer período de su pontificado el Santo Padre, todavía joven y repleto
de fuerzas, bajo la guía de Cristo fue hasta los confines del mundo. Pero
después compartió cada vez más los sufrimientos de Cristo, comprendió cada vez
mejor la verdad de las palabras: «Otro te ceñirá...». Y precisamente en esta
comunión con el Señor que sufre anunció el Evangelio infatigablemente y con
renovada intensidad el misterio del amor hasta el fin.
Ha interpretado para
nosotros el misterio pascual como misterio de la divina misericordia. Escribe
en su último libro: El límite impuesto al mal «es en definitiva la divina
misericordia». Y reflexionando sobre el atentado dice: «Cristo, sufriendo por
todos nosotros, ha conferido un nuevo sentido al sufrimiento; lo ha introducido
en una nueva dimensión, en un nuevo orden: el del amor... Es el sufrimiento que
quema y consume el mal con la llama del amor y obtiene también del pecado un
multiforme florecimiento de bien». Animado por esta visión, el Papa ha sufrido
y amado en comunión con Cristo, y por eso, el mensaje de su sufrimiento y de su
silencio ha sido tan elocuente y fecundo.
Divina Misericordia: El
Santo Padre encontró el reflejo más puro de la misericordia de Dios en la Madre
de Dios. El, que había perdido a su madre cuando era muy joven, amó todavía más
a la Madre de Dios. Escuchó las palabras del Señor crucificado como si
estuvieran dirigidas a él personalmente: «¡Aquí tienes a tu madre!». E hizo
como el discípulo predilecto: la acogió en lo íntimo de su ser (eis ta idia: Jn
19,27)-Totus tuus. Y de la madre aprendió a conformarse con Cristo.
Ninguno de nosotros
podrá olvidar como en el último domingo de Pascua de su vida, el Santo Padre,
marcado por el sufrimiento, se asomó una vez más a la ventana del Palacio
Apostólico Vaticano y dio la bendición Urbi et Orbi por última vez.
Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la
casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre. Confiamos tu
querida alma a la Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado cada día y te
guiará ahora a la gloria eterna de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. Amén.
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