En las
palabras de la «anunciación» nocturna, José escucha no sólo la verdad divina
acerca de la inefable vocación de su esposa, sino que también vuelve a
escuchar la verdad sobre su propia vocación. Este hombre «justo», que en el
espíritu de las más nobles tradiciones del pueblo elegido amaba a la virgen de
Nazaret y se había unido a ella con amor esponsal, es llamado nuevamente por
Dios a este amor.
«José hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó
consigo a su mujer» (Mt 1, 24); lo que en ella había sido
engendrado «es del Espíritu Santo». A la vista de estas expresiones, ¿no habrá
que concluir que también su amor como hombre ha sido regenerado por el
Espíritu Santo? ¿No habrá que pensar que el amor de Dios, que ha sido
derramado en el corazón humano por medio del Espíritu Santo (cf. Rom 5,
5) configura de modo perfecto el amor humano? Este amor de Dios forma también
—y de modo muy singular— el amor esponsal de los cónyuges, profundizando en él
todo lo que tiene de humanamente digno y bello, lo que lleva el signo del
abandono exclusivo, de la alianza de las personas y de la comunión auténtica a
ejemplo del Misterio trinitario.
«José ... tomó consigo a su mujer. Y no la conocía hasta que ella
dio a luz un hijo» (Mt 1, 24-25). Estas palabras indican
también otra proximidad esponsal. La profundidad de esta
proximidad, es decir, la intensidad espiritual de la unión y del contacto entre
personas —entre el hombre y la mujer— proviene en definitiva del Espíritu
Santo, que da la vida (cf. Jn 6, 63). José, obediente
al Espíritu, encontró justamente en El la fuente del amor, de su amor
esponsal de hombre, y este amor fue más grande que el que aquel «varón justo»
podía esperarse según la medida del propio corazón humano.
En la liturgia se celebra a María como «unida a José, el hombre
justo, por un estrechísimo y virginal vínculo de amor»[31].
Se trata, en efecto, de dos amores que representan conjuntamente el misterio de
la Iglesia, virgen y esposa, la cual encuentra en el matrimonio de María y José
su propio símbolo. «La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no
contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman.
El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y vivir el único
misterio de la Alianza de Dios con su pueblo»[32],
que es comunión de amor entre Dios y los hombres.
Mediante el sacrificio total de sí mismo José expresa su generoso
amor hacia la Madre de Dios, haciéndole «don esponsal de sí». Aunque decidido a
retirarse para no obstaculizar el plan de Dios que se estaba realizando en
ella, él, por expresa orden del ángel, la retiene consigo y respeta su
pertenencia exclusiva a Dios.
Por otra parte, es precisamente del matrimonio con María del que
derivan para José su singular dignidad y sus derechos sobre Jesús. «Es cierto
que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más
sublime; mas, porque entre la beatísima Virgen y José se estrechó un lazo
conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por la que la Madre
de Dios supera con mucho a todas las criaturas, él se acercó más que
ningún otro. Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad —al que
de por sí va unida la comunión de bienes— se sigue que, si Dios ha dado a José
como esposo a la Virgen, se lo ha dado no sólo como compañero de vida, testigo
de la virginidad y tutor de la honestidad, sino también para que participase,
por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella»[33].
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