Cuando yo era muchacho,
leí algo sobre Andrew Carnegie, un escocés que marchó, con sus padres, a
América, donde poco a poco llegó a ser uno de los hombres más ricos del mundo.
No era católico, pero me impresionó el hecho de que hablara insistentemente de
los gozos sanos y auténticos de su vida.
«Nací en la miseria —decía—, pero no
cambiaría los recuerdos de mi infancia por los de los hijos de los millonarios.
¿Qué saben ellos de las alegrías familiares, de la dulce figura de la madre que
reúne en sí misma las funciones de niñera, lavandera, cocinera, maestro, ángel
y santa?» Se había empleado, muy joven, en una hilandería de Pittsburg, con un
estipendio de 56 miserables liras mensuales.
Una tarde, en vez de pagarle
enseguida, el cajero le dijo que esperase. Carnegie temblaba: «Ahora me
despiden», pensó. Por el contrario, después de pagar a los demás, el cajero le
dijo: «Andrew, he seguido atentamente tu trabajo y he sacado en conclusión que
vale más que el de los otros. Te subo la paga a 67 liras» Carnegie volvió
corriendo a su casa, donde la madre lloró de contento por la promoción del
hijo. «Habláis de millonarios —decía Carnegie muchos años después—; todos mis
millones juntos no me han dado jamás la alegría de aquellas once liras de
aumento»
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