Para el Papa Juan, la
segunda entre las siete “lámparas de la santificación” era la esperanza. Hoy
voy a hablaros de esta virtud, que es obligatoria para todo cristiano.
Dante,
en su Paraíso (cantos 24, 25 y 26) imaginó que se presentaba a
un examen de cristianismo. El tribunal era de altos vuelos. «¿Tienes fe?», le
pregunta, en primer lugar, San Pedro. «¿Tienes esperanza?», continúa Santiago.
«¿Tienes caridad?», termina San Juan. «Sí, —responde Dante tengo fe, esperanza
y caridad». Lo demuestra y pasa el examen con la máxima calificación.
He
dicho que la esperanza es obligatoria; pero no por ello es fea o dura. Más aún,
quien la vive, viaja en un clima de confianza y abandono, pudiendo decir con el
salmista: “Señor, tú eres mi roca, mi escudo, mi fortaleza, mi refugio, mi
lámpara, mi pastor, mi salvación. Aunque se enfrentara a mí todo un ejército,
no temerá mi corazón; y si se levanta contra mí una batalla, aun entonces
estaré confiado”.
Diréis
quizá: ¿No es exageradamente entusiasta este salmista? ¿Es posible que a él le
hayan salido siempre bien todas las cosas? No, no le salieron bien siempre.
Sabe también, y lo dice, que los malos son muchas veces afortunados y los
buenos oprimidos. Incluso se lamentó de ello alguna vez al Señor. Hasta llegó a
decir: “¿Por qué duermes, Señor? ¿Por qué callas? Despiértate, escúchame,
Señor”. Pero conservó la esperanza, firme e inquebrantable. A él y a todos los
que esperan, se puede aplicar lo que de Abrahán dijo San Pablo: «Creyó
esperando contra toda esperanza» (Rom. 4, 18.
Diréis
todavía: ¿Cómo puede suceder esto? Sucede, porque nos agarramos a tres
verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las
promesas. Y es Él, el Dios de la misericordia, quien enciende en mí la
confianza; gracias a Él no me siento solo, ni inútil, ni abandonado, sino
comprometido en un destino de salvación, que desembocará un día en el Paraíso.
He
aludido a los Salmos. La misma segura confianza vibra en los libros de los
Santos. Quisiera que leyerais una homilía predicada por San Agustín un día de
Pascua sobre el Aleluya. El verdadero Aleluya —dice
más o menos— lo cantaremos en el Paraíso. Aquél será el Aleluya del
amor pleno; éste de acá abajo, es el Aleluya del amor
hambriento, esto es, de la esperanza.
[…]
En
Ostia, a la orilla del mar, en un famoso coloquio, Agustín y su madre Mónica,
«olvidados del pasado y mirando hacia el porvenir, se preguntaban lo que sería
la vida eterna» (Confess. IX núm. 10) Ésta es esperanza cristiana; a esa
esperanza se refería el Papa Juan y a ella nos referimos nosotros cuando, con
el catecismo, rezamos: «Dios mío, espero en vuestra bondad... la vida eterna y
las gracias necesarias para merecerla con las buenas obras que debo y quiero
hacer. Dios mío, que no quede yo confundido por toda la eternidad»
Esperanza, virtudes teologales
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