En noviembre de
1989, el Papa Juan Pablo II completó una serie de mensajes que había empezado
en 1985, dedicada a un mismo tema: Las
Letanías del Corazón de Jesús. La serie completa consta de 33 meditaciones
sobre las invocaciones de las Letanías. Dio doce, de junio a septiembre de 1985
y diez, de junio a agosto de 1986. La serie fue interrumpida entonces por los
temas dedicados al Año Mariano, 1987-88. Reanudó después las reflexiones sobre
las letanías con 9 homilías dadas de julio a septiembre de 1989 y las dos
últimas durante el mes de noviembre de 1989.
La siguiente es del 3 de septiembre de 1989
«Cor Iesu, pax et
reconciliatio nostra».
«Corazón
de Jesús, paz y reconciliación nuestra, ten piedad de nosotros».
Rezando
con fe esta hermosa invocación de las letanías del Sagrado Corazón, un
sentimiento de confianza y de seguridad se difunde en nuestro espíritu: Jesús
es de verdad nuestra paz, nuestra suprema reconciliación.
Jesús
es nuestra paz. Es bien conocido el
significado bíblico del término "paz": indica, en síntesis, la suma
de los bienes que Jesús, el Mesías, ha traído a los hombres. Por esto, el don
de la paz marca el inicio de su misión sobre la tierra, acompaña su desarrollo
y constituye su coronamiento. "Paz" cantan los ángeles junto al
pesebre del recién nacido "Príncipe de la Paz" (cf. Lc 2,
14; Is 9, 5). " Paz" es el deseo que brota del
Corazón de Cristo, conmovido ante la miseria del hombre enfermo en el cuerpo
(cf. Lc 8, 48) o en el espíritu (cf. Lc 7,
50). "Paz" es el saludo luminoso del Resucitado a sus discípulos
(cf. Lc 24, 36; Jn 20, 19. 26), que Él, en el
momento de dejar esta tierra, confía a la acción del Espíritu, manantial de
"amor, alegría, paz" (Ga 5, 22).
Jesús es, al mismo tiempo, nuestra reconciliación. Como
consecuencia del pecado se produjo una profunda y misteriosa fractura entre
Dios, el Creador, y el hombre, su creatura. Toda la historia de la salvación no
es más que la narración admirable de las intervenciones de Dios en favor del
hombre a fin de que éste, en la libertad y en el amor, vuelva a Él; a fin de
que a la situación de fractura suceda una situación de reconciliación y de
amistad, de comunión y de paz.
En
el Corazón de Cristo, lleno de amor hacia el Padre y hacia los hombres, sus
hermanos, tuvo lugar la perfecta reconciliación entre el cielo y la tierra:
"Fuimos reconciliados con Dios ―dice el Apóstol― por la muerte de su
Hijo" (Rm 5, 10).
Quien
quiera hacer la experiencia de la reconciliación y de la paz, debe acoger la invitación
del Señor y acudir a Él (cf. Mt 11, 28). En su Corazón
encontrará paz y descanso; allí, su duda se transformará en certidumbre; el
ansia, en quietud; la tristeza, en gozo; la turbación, en serenidad. Allí
encontrará alivio al dolor, valor para superar el miedo, generosidad para no
rendirse al envilecimiento y para volver a tomar el camino de la esperanza.
El Corazón de la Madre es en todo semejante al Corazón del Hijo. También la
Bienaventurada Virgen es para la Iglesia una presencia de paz y de
reconciliación: ¿No es Ella quien, por medio del ángel Gabriel, recibió el
mayor mensaje de reconciliación y de paz que Dios haya jamás enviado al género
humano? (cf. Lc 1, 26-38).
María
dio a luz a Aquel que es nuestra reconciliación; Ella estaba al pie de la cruz
cuando, en la sangre del Hijo Dios reconcilió "con Él todas las
cosas" (Col 1, 20); ahora, glorificada en el cielo tiene ―como
recuerda una plegaria litúrgica― "un corazón lleno de misericordia hacia
los pecadores, que, volviendo la mirada a su caridad materna, en Ella se
refugian e imploran el perdón" de Dios (cf. Misal, Prefacio De
Beata Maria Virgine).
Que
María, Reina de la Paz, nos obtenga de Cristo el don mesiánico de la paz y la
gracia de la reconciliación, plena y perenne, con Dios y con los hermanos. Por
esto la imploramos.
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