En nuestra peregrinación
espiritual, nos dirigimos hoy a Belén, al santuario de la Natividad.
Desde que los pastores hicieron la primera
visita a María Santísima, al Salvador recién nacido y a San José y "les
contaron lo que les habían dicho de aquel niño" (Lc 2, 17),
esa "mística gruta", como la llamaban los fieles de las primeras generaciones,
fue considerada un santuario, celebrado por cristianos y no cristianos. Aún
después que el emperador Adriano, en el año 135, la hizo recubrir con tierra de
relleno, ordenando que se plantara allí un bosque en honor de una divinidad
pagana, la gruta no quedó en el olvido y siguió visitándose devotamente; de
modo que, cuando el emperador Constantino ordenó en el año 325 los trabajos de
demolición para la construcción de la basílica, ésta fue hallada casi intacta.
El centro ideal de la
maravillosa basílica de la Natividad, la única superviviente de las tres que
hizo construir ese emperador, es la cripta, formada por la sagrada gruta, donde
la Bienaventurada Virgen "dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en
pañales y lo acostó en un pesebre" (Lc 2, 7). Al visitar la
basílica, se puede bajar a la gruta y admirar el ábside que recubre como una
concha el altar de la Natividad; pero sobre todo, se puede rezar ante la lápida
de mármol que hay debajo, donde está incrustada una estrella, alrededor de la
cual se lee una inscripción en latín: "Hic de Vergine Maria Iesus Christus
natus est".
Este santuario está
vinculado de modo especial a la Bienaventurada Virgen María. Allí, no sólo el
pueblo cristiano sino también personalidades ilustres de otras religiones han
expresado su respeto y devoción por la Madre de Jesús, quien precisamente en
este bendito lugar, que San Jerónimo llama "augustissimum orbis
locum" (Epist. 58) dio a luz al Salvador del mundo.
¡Sí! El santuario de
Belén nos recuerda a la Theotokos; nos hace venerar a la alma
Redemptoris Mater…. La contemplamos absorta ante su Hijo, el Niño divino,
que tomó carne de su seno purísimo. Pero la contemplamos también solícita para
con todos nosotros, hermanos adoptivos de su Primogénito. La maternidad de
María nos hace descubrir el sentido y el valor de ser sus hijos espirituales.
Pero el serlo nos compromete a parecernos a Ella, a cambiar la forma de pensar
y de amar; y a ver en los hombres a sus hijos y a nuestros hermanos, y a acoger
en nuestro corazón al Verbo Encarnado.
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