Un tercer elemento, que de manera cada vez más natural y central
forma parte de las Jornadas Mundiales de la Juventud, y de la espiritualidad
que proviene de ellas, es la adoración.
Fue inolvidable para mí, durante mi viaje en el Reino Unido, el momento en Hydepark, en que decenas de miles
de personas, en su mayoría jóvenes, respondieron con un intenso silencio a la
presencia del Señor en el Santísimo Sacramento, adorándolo. Lo mismo sucedió,
de modo más reducido, en Zagreb, y de nuevo en Madrid, tras el temporal que
amenazaba con estropear todo el encuentro nocturno, al no funcionar los
micrófonos. Dios es omnipresente, sí. Pero la presencia corpórea de Cristo resucitado
es otra cosa, algo nuevo. El Resucitado viene en medio de nosotros. Y entonces
no podemos sino decir con el apóstol Tomás: «Señor mío y Dios mío». La adoración es ante todo un acto de fe: el
acto de fe como tal. Dios no es una hipótesis cualquiera, posible o
imposible, sobre el origen del universo. Él está allí. Y si él está presente,
yo me inclino ante él. Entonces, razón, voluntad y corazón se abren hacia él, a
partir de él. En Cristo resucitado está presente el Dios que se ha hecho
hombre, que sufrió por nosotros porque nos ama. Entramos en esta certeza del
amor corpóreo de Dios por nosotros, y lo hacemos amando con él. Esto es
adoración, y esto marcará después mi vida. Sólo así puedo celebrar también la
Eucaristía de modo adecuado y recibir rectamente el Cuerpo del Señor.
Otro elemento importante de las Jornadas Mundiales de la Juventud
es la presencia del Sacramento de la
Penitencia que, de modo cada vez más natural, forma parte del conjunto. Con
eso reconocemos que tenemos continuamente necesidad de perdón y que perdón
significa responsabilidad. Existe en el hombre, proveniente del Creador, la
disponibilidad a amar y la capacidad de responder a Dios en la fe. Pero,
proveniente de la historia pecaminosa del hombre (la doctrina de la Iglesia habla
del pecado original), existe también la tendencia contraria al amor: la
tendencia al egoísmo, al encerrarse en sí mismo, más aún, al mal. Mi alma se
mancha una y otra vez por esta fuerza de gravedad que hay en mí, que me atrae
hacia abajo. Por eso necesitamos la humildad que siempre pide de nuevo perdón a
Dios; que se deja purificar y que despierta en nosotros la fuerza contraria, la
fuerza positiva del Creador, que nos atrae hacia lo alto.
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