De aquí nace después un modo nuevo de vivir el ser hombres, el ser
cristianos. Una de las experiencias más
importantes de aquellos días ha sido para mí el encuentro con los voluntarios de la
Jornada Mundial de la Juventud: eran alrededor de 20.000 jóvenes que, sin
excepción, habían puesto a disposición semanas o meses de su vida para
colaborar en los preparativos técnicos, organizativos y de contenido de la JMJ,
y precisamente así habían hecho posible el desarrollo ordenado de todo el
conjunto. Al dar su tiempo, el hombre da siempre una parte de la propia vida.
Al final, estos jóvenes estaban visible y «tangiblemente» llenos de una gran
sensación de felicidad: su tiempo que habían entregado tenía un sentido;
precisamente en el dar su tiempo y su fuerza laboral habían encontrado el
tiempo, la vida. Y entonces, algo fundamental se me ha hecho evidente: estos
jóvenes habían ofrecido en la fe un trozo de vida, no porque había sido mandado
o porque con ello se ganaba el cielo; ni siquiera porque así se evita el
peligro del infierno.
No lo habían hecho porque querían ser perfectos. No
miraban atrás, a sí mismos. Me vino a la mente la imagen de la mujer de Lot
que, mirando hacia atrás, se convirtió en una estatua de sal. Cuántas veces la
vida de los cristianos se caracteriza por mirar sobre todo a sí mismos; hacen
el bien, por decirlo así, para sí mismos. Y qué grande es la tentación de todos
los hombres de preocuparse sobre todo de sí mismos, de mirar hacia atrás a sí
mismos, convirtiéndose así interiormente en algo vacío, «estatuas de sal».
Aquí, en cambio, no se trataba de perfeccionarse a sí mismos o de querer tener
la propia vida para sí mismos. Estos jóvenes han hecho el bien –aun cuando ese
hacer haya sido costoso, aunque haya supuesto sacrificios– simplemente porque
hacer el bien es algo hermoso, es hermoso ser para los demás. Sólo se necesita
atreverse a dar el salto.
Todo eso ha estado precedido por el encuentro con
Jesucristo, un encuentro que enciende en nosotros el amor por Dios y por los
demás, y nos libera de la búsqueda de nuestro propio «yo». Una oración
atribuida a san Francisco Javier dice: «Hago el bien no porque a cambio entraré
en el cielo y ni siquiera porque, de lo contrario, me podrías enviar al
infierno. Lo hago porque Tú eres Tú, mi Rey y mi Señor». También en África
encontré esta misma actitud, por ejemplo en las religiosas de Madre Teresa que
cuidan de los niños abandonados, enfermos, pobres y que sufren, sin preguntarse
por sí mismas y, precisamente así, se hacen interiormente ricas y libres. Esta
es la actitud propiamente cristiana. También ha sido inolvidable para mí el
encuentro con los jóvenes discapacitados en la fundación San José,
de Madrid, encontré de nuevo la misma generosidad de ponerse a disposición de
los demás; una generosidad en el darse que, en definitiva, nace del encuentro
con Cristo que se ha entregado a sí mismo por nosotros.
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