(publicado en el Nro 68 de la RevistaHumanitas, Chile al estar cumpliéndose los 50 años del Concilio Vaticano II)
Al Concilio Vaticano II acompañó y sobre todo siguió una mutación sociocultural cuya amplitud, radicalidad, rapidez y carácter cósmico no tienen equivalente: el triunfo de los métodos críticos, la invasión de las ciencias humanas, la rebelión de parte de la juventud, la urbanización galopante, la secularización radical, la crisis del magisterio, el desinterés por todo cuanto proviene de una jerarquía, el acaparamiento de las cosas terrenales y la invasión de lo económico.
Lo recuerdo, era ayer, en ese otoño ya lejano de 1959. Angelo Giuseppe Roncalli había sucedido el año anterior al Papa Pío XII con el nombre de Juan XXIII. El viejo campesino lombardo, que en la sede de Pedro decían ser de transición, heredaba una Iglesia con tranquilas certezas en un mundo que, tras los crujidos de la Segunda Guerra Mundial, aspiraba a disfrutar la vida intensamente. Para asombro de todos, acababa de convocar un Concilio. Muchos no sabían ni siquiera de qué se trataba. Y prácticamente nadie lo esperaba. Mis profesores de la Facultad de Teología de Angers estaban convencidos de que a partir de la definición de la infalibilidad del Papa ya no era necesario un concilio.
Con su estilo pragmático, el buen Papa Juan, como lo llamaban —y también Juan extramuros—, desmentía la idea. Sería preciso por tanto aceptar la situación. Para algunos, eso era algo difícil. El Papa los ayudaba, sin grandes teorías, mediante numerosas confidencias en privado y en público. Todos mis visitantes en la Secretaría de Estado me decían que en cada audiencia Juan XXIII les hablaba del Concilio en su lenguaje familiar: “Una verdadera alegría para la Iglesia universal de Cristo, eso es lo que pretende ser el nuevo Concilio Ecuménico. En materia de concilio, somos todos novicios. El Espíritu Santo estará ahí cuando todos los obispos se reúnan. ¡Y se verá claramente! Será la flor espontánea de una primavera inesperada. El Concilio no es una asamblea especulativa; es un organismo vivo y vibrante, que abarca al mundo entero; una casa adornada para una fiesta, que resplandece con su decoración de primavera, donde la Iglesia llama a todos los hombres hacia ella”. “El Concilio —decía él, agregando el gesto a la palabra— es la ventana abierta, o también es sacar el polvo y barrer la casa, poner flores en ella y abrir la puerta diciendo a todos: ‘Vengan a ver. Aquí está la casa del Buen Dios’. El Concilio hará subir al Cielo un canto primaveral de juventud”. A los arquitectos les decía: “El Concilio quiere construir un edificio nuevo sobre los fundamentos colocados en el curso de la historia”. A una orquesta: “Será una poderosa sinfonía”. Y a todos: “Produce en todo el mundo una gran esperanza. ¿Qué puede ser un concilio sino la renovación del encuentro con el rostro de Jesús Resucitado? El Concilio es la Iglesia iluminando al mundo a través de los siglos. Sí, luz de Cristo, Iglesia de Cristo, luz de las naciones...” (Ver Documentación católica, T. LIX, 7 de octubre de 1962, No. 1385, El Concilio).
Luego tuvo lugar en la Plaza San Pedro la inolvidable procesión de los dos mil 860 padres, provenientes de 141 países; los obispos con mitra blanca, con el anciano Pontífice Papa en intenso recogimiento, como un bloque de oración; la interminable celebración —más de cinco horas en la Basílica de San Pedro— marcada por la extensa e impresionante homilía del viejo pontífice, con una voz sorprendentemente joven, firme y clara, fustigando a los profetas de desgracias y enunciando la famosa distinción entre el depósito de la fe y la forma del anuncio, debiendo este conservar no obstante el mismo sentido y el mismo alcance. La voz vigorosa resuena aún en mis oídos, marcada por un gesto resuelto: “Será preciso dar mucha importancia a esta forma y trabajar con paciencia, si es necesario, en esta elaboración. Y habrá que recurrir a una manera de presentar la enseñanza que tenga un carácter pastoral”.
Al clausurar esa primera sesión, el 8 de diciembre de 1962, Juan XXIII agregaba: “Será el nuevo Pentecostés tan esperado”; pero en privado añadía: “Mi parte será el sufrimiento”. Y moría, ofreciendo su vida por el Concilio.
Poco después de su muerte, su sucesor, Pablo VI, recogió ese legado con intrepidez, trayendo nuevamente a tierra, según la gráfica expresión de Jean Guitton, la carabela que quedaba en el cielo. Hierático y con recogimiento, abrió la segunda sesión el 29 de septiembre de 1963, manifestando de manera sorprendente la orientación que daba al Concilio: “Cristo es nuestro principio, nuestra vía y nuestro fin. De él venimos, en él caminamos, hacia él vamos”. La imagen, que empleó con audacia, se convirtió en un leitmotiv: el Concilio trabajará para tender un puente hacia el mundo contemporáneo. Estaban muy impresionados los observadores del patriarcado de Moscú con los cuales yo cenaba esa misma noche donde las Hermanas del Convento del Sagrado Corazón de Angers, en el Janículo.
El 7 de diciembre de 1965, presidiendo la sesión de clausura, Pablo VI destacaba la generosidad del Concilio en el encuentro con “el humanismo laico y profano, que se manifestó en su terrible estatura y en cierto sentido desafió al Concilio. ¿Qué sucedió? ¿Un choque, una lucha, un anatema? Eso podía ocurrir, pero no tuvo lugar. La vieja historia del samaritano fue el modelo de la espiritualidad del Concilio. Lo invadió enteramente una simpatía sin límites. El descubrimiento de las necesidades humanas —y son tanto mayores en la medida en que el hijo de la tierra va siendo más grande— absorbió la atención de nuestro Sínodo”. Y al día siguiente, en la Plaza San Pedro resplandeciente con el sol, en un gesto totalmente nuevo en la historia conciliar de los dos milenios, el Papa entregaba radiante los mensajes al mundo, a los gobiernos, a los hombres de pensamiento y de ciencia, a los artistas, a las mujeres, a los trabajadores, a los pobres, a los enfermos, a todos los que sufren, a los jóvenes, diciéndoles con calidez comunicativa: “Para la Iglesia Católica nadie es un extraño, nadie está excluido, nadie es lejano”. El Concilio terminaba en Roma y recién comenzaba a través del mundo.
Así, el Concilio, al terminar, recobraba la
inspiración de su primer gesto, el mensaje dirigido al mundo el 20 de octubre
de 1962, sobre el cual Pablo VI pudo decir: “Gesto insólito, pero admirable.
¡Es como si el carisma profético de la Iglesia hubiese explotado
repentinamente! Como Pedro, que en el día de Pentecostés se sintió llamado a
alzar de inmediato la voz y hablar al pueblo, habéis querido en primer lugar
ocuparos no de vuestros asuntos, sino de aquellos propios de la familia humana,
y entablar el diálogo no entre vosotros, sino con los hombres”.
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