(publicado en el Nro 68 de la Revista
Humanitas, Chile al estar acumplindose los 50 años del Concilio Vaticano II)
Benedicto XVI se preguntó con valentía y sencillez:«¿Cuál ha sido el resultado del Concilio? ¿Ha
sido recibido de modo correcto? En la recepción del Concilio, ¿qué se ha hecho
bien?, ¿qué ha sido insuficiente o equivocado?, ¿qué queda aún por hacer?Nadie
puede negar que, en vastas partes de la Iglesia, la recepción del Concilio se
ha realizado de un modo más bien difícil (...) Surge la pregunta: ¿Por qué?
Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como
diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y
aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se han
confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre
ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más
visible, ha dado y da frutos.Por una parte existe una interpretación que podría
llamar “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura”; a menudo ha contado
con la simpatía de los medios de comunicación y también de un dector de la
teología moderna. Por otra parte, está la “hermenéutica de la reforma”, de la
renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos
ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero
permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en
camino.Cuarenta años después del concilio podemos constatar que lo positivo es
más grande y más vivo de lo que pudiera parecer en la agitación de los años
cercanos a 1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de desarrollarse
lentamente, crece, y así crece también nuestra profunda gratitud por la obra
realizada por el Concilio (...).
Así hoy podemos volver con gratitud nuestra
mirada al Concilio Vaticano II: si lo leemos y acogemos guiados por una
hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza
para la renovación siempre necesaria de la Iglesia».
(…)
Para llevar a cabo este exigente programa, el Concilio nos dejó un conjunto de textos impresionante. Al releerlos al cabo de veinte años, el Sínodo extraordinario de los Obispos convocado por Juan Pablo II en 1985 tuvo el mérito de poner de relieve con toda claridad los cuatro pilares fundamentales del Concilio a partir de las cuatro constituciones dedicadas a los mismos: la Revelación (Dei verbum), la Iglesia (Lumen gentium),la liturgia (Sacrosanctumconcilium), la misión de la Iglesia en el mundo (Gaudium et spes).
He aquí, en resumen, lo esencial:
En primer lugar, como dice Juan Pablo II en su carta apostólica Novo Millennio Ineunte al concluir el Gran Jubileo del año 2000, el redescubrimiento de la Iglesia como misterio, es decir, como “pueblo unido de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, no podía no incluir también el redescubrimiento de su ‘santidad’, entendida en el sentido fundamental de ser propia de Aquel que es por excelencia el Santo, el ‘tres veces Santo’, con el ‘llamado universal a la santidad’, ese ‘alto grado’ de la vida cristiana común: toda la vida de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe conducir en esa dirección. La Iglesia es misterio de gracia. Cada bautizado es responsable en ella, en su lugar, no solo de su salvación personal, sino también de la fidelidad de la Iglesia a su misión, para la cual tiene el deber de hacer fructificar su don de gracia, recibido en el bautismo y alimentado por los sacramentos, en especial la Eucaristía, y por la Palabra de Dios. En la Iglesia, todos los ministerios, comenzando por el del Papa, están al servicio de esta comunión eclesial fortalecida por la educación cristiana, de la cual los padres son los primeros responsables” (Declaración Gravissimum educationis sobre la educación cristiana).
(…)
2. La restauración de la liturgia es sin duda alguna el fruto más visible del Concilio y también el que ha provocado el mayor número de reacciones contrastantes y ampliamente mediatizadas. ¿Qué pretendió el Concilio? Lo cito en su Constitución Sacrosanctum concilium:
“Organizar los textos
y los ritos de tal manera que expresen con mayor claridad las realidades
simples que representan y que el pueblo cristiano, en la medida de lo posible,
pueda comprenderlos fácilmente y participar en los mismos mediante una
celebración plena, activa y comunitaria” para “hacer progresar la vida
cristiana día a día entre los fieles”. A un cuarto
de siglo de distancia de la Constitución conciliar sobre la sagrada liturgia,
el 4 de diciembre de 1988, Juan Pablo II publica una carta apostólica en la
cual hace suya la apreciación positiva del Sínodo extraordinario de los obispos
reunido por su iniciativa en Roma, en 1985, para revivir el Concilio como
experiencia espiritual, verificar lo que ha inspirado en la vida de la Iglesia,
profundizar su mensaje y proseguir con su aplicación: “La renovación litúrgica
es el fruto más claro de toda la obra conciliar”.
Al mismo tiempo, como reconoce el Papa, la implementación del Concilio ha
tropezado con dificultades considerables. Ciertos fieles han retrocedido a las
formas litúrgicas anteriores. Otros han promovido innovaciones fantasiosas,
omisiones o añadidos ilícitos y confusiones entre el sacerdocio ministerial
vinculado con la ordenación sacramental y el sacerdocio común de los fieles
cuyo fundamento reside en el bautismo.
(…)
El Papa Benedicto XVI, como somos testigos, no deja de
recurrir a todos los medios posibles para una reconciliación con la Fraternidad
San Pío X de monseñor Lefebvre (ver Gérard Leclerc, Rome et les Lefebvristes, Le Dossier, Salvator, 2009), y al
respecto ha liberalizado el uso de la liturgia vigente con anterioridad al
Concilio Vaticano II, convertida en “forma extraordinaria” del rito romano,
permaneciendo el Misal de Pablo VI como “la forma ordinaria”, mediante el Motu proprio “Summorum Pontificum” del 7
de julio de 2007, con el fin de ofrecer a todos los fieles el uso más antiguo
de la liturgia romana, considerada un tesoro precioso que se debe conservar;
garantizar y asegurar realmente a quienes lo solicitan el uso de la forma
extraordinaria y favorecer la reconciliación en el seno de la Iglesia. La
instrucción de la Pontificia Comisión Ecclesia
Dei, del 30 de abril de 2011, titulada Universae Ecclesiae,
señala las modalidades de aplicación (ver D.C. del 19 de junio de 2011, No.
2470, pp. 572-578)
3. La primacía de la Palabra de Dios: la Revelación es Cristo preparado en una historia, el Antiguo Testamento; manifestado en un tiempo histórico, los Evangelios; transmitido en la Iglesia ante todo por la palabra viva de los testigos, y fijado en la Escritura santa de la cual Dios mismo es el autor en la medida en que es Él quien la ha inspirado. Para que el Evangelio se conserve intacto y vivo en la Iglesia, los apóstoles transmitieron a sus sucesores, los obispos, su propio ministerio de enseñanza. Y la Revelación divina se transmitió así en su integridad a través de la santa Tradición y la Sagrada Escritura auténticamente interpretada por el magisterio. La Tradición proveniente de los apóstoles no es una materia inerte, sino un cuerpo vivo que se desarrolla en la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo.
4. La apertura hacia todos los que no son miembros de la Iglesia, catalogados hasta ese momento como “de afuera”. En una mirada de fe, la visión de la encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI, del 6 de agosto de 1964, de los tres círculos concéntricos —no católicos, no cristianos y no creyentes— los abarca a todos en la voluntad universal de salvación de Dios, a través de Cristo, único Salvador, de una manera que solo Él conoce, ya que nadie es abandonado por la gracia y cada uno debe seguir a su conciencia, que tiene el deber de iluminar. A nadie se le puede impedir ni obligar a creer, señala la Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa. Se crean tres dicasterios para poner en ejecución los decretos conciliares: Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo y las relaciones de la Iglesia con las iglesias orientales ortodoxas —otro decreto, Orientalium ecclesiarum, está dedicado a las iglesias orientales católicas— y las iglesias y comunidades eclesiales separadas en Occidente; Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas —el hinduismo, el budismo, la religión musulmana y la religión judía—, y Gaudium et spes, sobre los ateos, agnósticos, indiferentes, no creyentes.
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