“el modo de actuar de Dios —muy distinto del nuestro— nos da consuelo,
fuerza y esperanza porque Dios no retira su «sí». Ante los contrastes en las
relaciones humanas, a menudo incluso en las relaciones familiares, tendemos a
no perseverar en el amor gratuito, que cuesta esfuerzo y sacrificio. Dios, en
cambio, nunca se cansa de nosotros, nunca se cansa de tener paciencia con
nosotros, y con su inmensa misericordia siempre nos precede, sale él primero a
nuestro encuentro; su «sí» es completamente fiable. En el acontecimiento de la
cruz nos revela la medida de su amor, que no calcula y no tiene medida. San
Pablo, en la Carta a Tito, escribe: «Se manifestó la bondad de Dios, nuestro
Salvador, y su amor al hombre» (Tt 3, 4). Y para que este «sí» se
renueve cada día «nos ungió, nos selló y ha puesto su Espíritu como prenda en
nuestros corazones» (2 Co 1, 21b-22).
De hecho, es el Espíritu Santo quien hace continuamente presente y vivo
el «sí» de Dios en Jesucristo y crea en nuestro corazón el deseo de seguirlo
para entrar totalmente, un día, en su amor, cuando recibiremos una morada en
los cielos no construida por manos humanas. No hay ninguna persona que no sea
alcanzada e interpelada por este amor fiel, capaz de esperar incluso a quienes
siguen respondiendo con el «no» del rechazo y del endurecimiento del corazón.
Dios nos espera, siempre nos busca, quiere acogernos en la comunión con él para
darnos a cada uno de nosotros plenitud de vida, de esperanza y de paz.
En el «sí» fiel de Dios se injerta el «amén» de la Iglesia que resuena
en todas las acciones de la liturgia: «amén» es la respuesta de la fe con la
que concluye siempre nuestra oración personal y comunitaria, y que expresa
nuestro «sí» a la iniciativa de Dios. A menudo respondemos de forma rutinaria
con nuestro «amén» en la oración, sin fijarnos en su significado profundo. Este
término deriva de ’aman que en hebreo y en arameo significa «hacer
estable», «consolidar» y, en consecuencia, «estar seguro», «decir la verdad».
Si miramos la Sagrada Escritura, vemos que este «amén» se dice al final de los
Salmos de bendición y de alabanza, como por ejemplo en el Salmo 41: «A
mí, en cambio, me conservas la salud, me mantienes siempre en tu presencia.
Bendito el Señor, Dios de Israel, desde siempre y por siempre. Amén, amén» (vv.
13-14). O expresa adhesión a Dios, en el momento en que el pueblo de Israel
regresa lleno de alegría del destierro de Babilonia y dice su «sí», su «amén» a
Dios y a su Ley. En el Libro de Nehemías se narra que, después de este regreso,
«Esdras abrió el libro (de la Ley) en presencia de todo el pueblo, de modo que
toda la multitud podía verlo; al abrirlo, el pueblo entero se puso de pie.
Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo respondió con las
manos levantadas: “Amén, amén”» (Ne 8, 5-6).
Por lo tanto, desde los inicios el «amén» de la liturgia judía se
convirtió en el «amén» de las primeras comunidades cristianas. Y el libro de la
liturgia cristiana por excelencia, el Apocalipsis de san Juan, comienza con el
«amén» de la Iglesia: «Al que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados con
su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él la
gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 1, 5b-6). Así
está escrito en el primer capítulo del Apocalipsis. Y el mismo libro se
concluye con la invocación «Amén, ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).”
No hay comentarios:
Publicar un comentario