Queridos hermanos en el sacerdocio de Cristo: Mientras nos encontramos hoy
en torno a tantas cátedras episcopales del mundo —los miembros de las
comunidades presbiterales de todas las Iglesias junto con los pastores de las
diócesis—, vuelven con nueva fuerza a nuestra mente las palabras sobre
Jesucristo, que han sido el hilo conductor del 500 aniversario de la
evangelización del nuevo mundo.
«Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre»: son las palabras sobre
el único y eterno Sacerdote, que «penetró en el santuario una vez para
siempre... con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Hb 9,
12). Éstos son los días —el «Triduum sacrum» de la liturgia de la Iglesia— en los que, con
veneración y adoración incluso más profunda, renovamos la pascua de Cristo,
aquella «hora suya» (cf. Jn 2, 4; 13, 1) que es el momento bendito de la
«plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4).
Por medio de la
Eucaristía, esta «hora» de la redención de Cristo sigue
siendo salvífica en la Iglesia
y precisamente hoy la
Iglesia recuerda su institución durante la última Cena. «No
os dejaré huérfanos: volveré a vosotros» (Jn 14, 18). «La hora» del
Redentor, «hora» de su paso de este mundo al Padre, «hora» de la cual él mismo
dice: «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 14, 28). Precisamente a través
de su «ir pascual», él viene continuamente y está presente en todo momento
entre nosotros con la fuerza del Espíritu Paráclito.
Está presente
sacramentalmente. Está presente por medio de la Eucaristía. Está
presente realmente.
Nosotros, queridos hermanos, hemos recibido después de los Apóstoles este
inefable don, de modo que podamos ser los ministros de este ir de
Cristo mediante la cruz y, al mismo tiempo, de su venir mediante la Eucaristía. ¡Qué
grande es para nosotros este Santo Triduo! ¡Qué grande es este día, el día de
la última Cena! Somos ministros del misterio de la redención del mundo,
ministros del Cuerpo que ha sido ofrecido y de la Sangre que ha sido
derramada para el perdón de nuestros pecados. Ministros de aquel sacrificio por
medio del cual él, el único, entró de una vez para siempre en el santuario:
«ofreciéndose a sí mismo sin tacha a Dios, purifica de las obras muertas
nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo» (cf. Hb 9, 14).
Si todos los días de nuestra vida están marcados por este gran misterio de
la fe, el de hoy lo está de modo particular. Este es nuestro día con él.
(Juan Pablo II - de la Carta a los Sacerdotes Jueves Santo 1993)
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