Para comprender el don de la reconciliación hace falta una atenta reflexión sobre los modos para suscitar la conversión y la penitencia en el corazón del hombre (cf. Reconciliatio et paenitentia, 23). Aunque abundan las manifestaciones del pecado ―codicia y corrupción, relaciones rotas por la traición y explotación de personas―, el reconocimiento de la pecaminosidad individual ha disminuido. Como consecuencia de este debilitamiento del reconocimiento del pecado, con la correspondiente atenuación de la necesidad de buscar el perdón, se produce en definitiva un debilitamiento de nuestra relación con Dios (cf. Homilía durante la celebración ecuménica de Vísperas, Ratisbona, 12 de septiembre de 2006).
No es de extrañar que este fenómeno esté
particularmente acentuado en sociedades marcadas por una ideología
post-iluminista. Cuando Dios es excluido de la esfera pública, desaparece el
sentido de la ofensa contra Dios ―el verdadero sentido del pecado―; y
precisamente cuando se relativiza el valor absoluto de las normas morales, las
categorías de bien o mal se difuminan, juntamente con la responsabilidad
individual.
Sin embargo, la necesidad humana de reconocer
y afrontar el pecado de hecho no desaparece jamás, por mucho que
una persona, como el hermano mayor, pueda racionalizar lo
contrario. Como nos dice san Juan: "Si decimos: "No
tenemos pecado", nos engañamos" (1 Jn 1, 8). Es parte
integrante de la verdad sobre la persona humana. Cuando se olvidan la necesidad
de buscar el perdón y la disposición a perdonar, en su lugar surge una
inquietante cultura de reproches y altercados. Sin embargo, este horrible
fenómeno se puede eliminar. Siguiendo la luz de la verdad salvífica de Cristo,
hay que decir como el padre: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo
lo mío es tuyo", y debemos alegrarnos "porque este hermano
tuyo... estaba perdido, y ha sido hallado" (Lc 15, 31-32).
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