Cuando
Roma, pero también algunas diócesis de Italia y del mundo se aprestaban a
festejar por primera vez la memoria litúrgica de Juan Pablo II mediante
conferencias, exposición de reliquias y celebraciones eucarísticas – como
algunas de las iniciativas promovidas a fin de brindar la oportunidad de
recordar, en agradecimiento orante, el gran don del Papa “venido de lejos” como
lo recuerda Mons. Alberto Maria Careggio, Obispo de Ventimiglia-Sanremo, mi
amiga italiana la prof. Carmela Randone anotaba estas reflexiones:
“Juan Pablo II no ha sido solamente un gran Papa, un fino intelectual, un poeta
y filosofo de una profundidad infrecuente. En Juan Pablo II el hombre
contemporáneo, a menudo extraviado y frágil, veía un padre, un amigo, un
hermano siempre dispuesto a donarse en nombre del Amor que rodeaba toda su
existencia, cada instante, cada gesto, cada palabra. Para Juan Pablo II Dios no
era objeto de estudio, de análisis exegético o teológico, sino una experiencia
viva, real, que abarcaba todo su ser, su vida de hombre, sacerdote, obispo,
pontífice. Lo recuerdan a menudo cuantos han estado cerca de él: Juan Pablo II
no desviaba jamás su mirada de aquel Misterio en el cual estaba enteramente
inmerso, en una identificación común a los místicos, místicos santos. Vivía en
la dimensión del Misterio, “respiraba” el Misterio.
Todo su ser enteramente en Dios no lo distraía, no lo abstraía de lo humano de
donde extraía la grandeza y la belleza que proceden del hombre en su condición
de imagen de Dios Creador, del Dios Amor.
En cierto sentido, cuando en 1962 le decía a los jóvenes universitarios de
Cracovia que «Cristo no nos aleja de nosotros mismos. Cristo no anula a ninguno
de nosotros. No nos menosprecia»! no proponía la tesis conclusiva de estudios
teológico – académicos o de análisis eclesiológico, que fueran a formar parte
de ensayos exitosos. No, aquella frase contenía en si algo mucho más profundo y
verdadero. El había sufrido la pérdida de sus seres más queridos (en su
ordenación no habían estado presentes ni sus padres ni su hermano, muerto años
antes); debió afrontar el drama de la ocupación alemana y la tragedia de la
guerra solo; sus amigos más queridos fueron apresados y torturados. Y
precisamente por todo ello, ya entonces era testimonio fiel, maestro fidedigno,
como lo sería hasta el final.
El, con su vida, mas allá de sus discursos y escritos, ha hecho visible la
verdad de cuanto proclamaba a los jóvenes amigos universitarios.
No ha tenido miedo de “vivir plenamente”, de ser hombre entre los hombres,
consciente que la encarnación es el centro, el fulcro de nuestra fe. No ha
tenido miedo de encontrarse con el hombre, el hombre real, que “vive, goza,
llora y sufre”, y ello en todas las latitudes, en toda circunstancia, en toda
condición.
Alguien
hace mucho tiempo se inclinaba sobre mi/...encerrado en este abrazo – el rostro
acariciado – viene luego el asombro y el silencio, el silencio sin palabras /
que nada entiende, que nada juzga / y en este silencio siento la inclinación de
Dios.
Así
escribía Karol Wojtla
Vigoroso
y débil, fuerte y tembloroso, con su voz potente o con un soplo de voz, toda su
existencia transcurrió como respuesta a una llamada del Amor, respuesta a
“aquel inclinarse de Dios” de su vivencia diaria.
Al hombre, a la humanidad extraviada e inquieta del Siglo XX e inicios del XXI,
Juan Pablo II no le ha propuesto grandes
discursos, ni ofrecido exegesis o lecciones magistrales de alto
vuelo...sencillamente se ha ofrecido el mismo, su existencia, su persona, su
amor. El, como a menudo se dice de él, ha enseñado a vivir, a gozar de las
pequeñas cosas: ha enseñado a contemplar la naturaleza, a gozar de la vida, a
amar la vida, a respetarla siempre incondicionalmente; pero ante todo ha
enseñado que significa donarse por entero hasta la anulación de si mismo,
anulación posible solo para aquel que esta “todo en Dios”, como el maravillosa
y estupendamente testimoniara. Su humanidad, su fragilidad, su debilidad, hasta
la “deformación” del cuerpo rigido debido a la enfermedad, vividos en Cristo y
por Cristo, se convirtieron en signo visible de lo Invisible, un signo tan
potente que su mensaje lograba “hablarle” también a los corazones de los
hombres que viven en el “desierto” de un mundo cada vez mas secularizado y
“hostil a Dios”.
Sus “hijos” festejan hoy pidiendo a Dios, por intercesión de Juan Pablo II, la
fuerza y la audacia de poder testimoniar la belleza de ser cristianos y el gozo
de un “fiat” que ilumina, irradia y da sentido a nuestro vivir, gozar, amar,
sufrir y morir.”
Prof.
Carmela Randone
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