“Pero ahora si que ha llegado el momento de ….volver al Vaticano y contar como es la jornada de un papa. Ante todo, hay que advertir que Juan Pablo II era un perfeccionista, porque quería disfrutar al máximo del tiempo del que disponía, así que programaba meticulosamente todos los momentos del día: la oración, el trabajo, las reuniones, las comidas durante las que podía conversar con los invitados y el descanso.
Otra cosa de la que hay que hablar necesariamente es de cómo vivía Karol Wojtyla en el Vaticano. Sus aposentos personales se reducían prácticamente al dormitorio y a un pequeño estudio, separado del cuarto por un biombo y amueblado con una pequeña escribanía y una butaca. Todo muy sencillo, muy espartano, y muy apropiado para alguien como èl, totalmente indiferente a las comodidades.
En el Vaticano, al igual que en Cracovia, vivía modestamente. Es más, podría decirse que practicaba la pobreza de una forma heroica, pero, y esto era lo más llamativo, sin ningún esfuerzo. No poseía nada, y casi nunca pedía algo. Con independencia de que no era un experto en asuntos de dinero y de que no buscaba el «salario» de la Sede Apostólica, era la Secretaria de Estado la que se ocupaba de los gastos que acarreaban sus actividades. EN resumen, como Papa era «rico», pero no tuvo jamás dinero propio.
El Santo Padre, comenzaba temprano su jornada. Se levantaba a las cinco y media, y una vez arreglado, acudía a la capilla para la adoración de la mañana, las laudes y la meditación, que duraba media ahora. A las siete, la misa, a la que siempre acudían fieles, o sacerdotes o grupos de obispos, especialmente los de un determinado país, que iban para la visita «ad limina».
Los invitados (cincuenta personas como máximo) se encontraban con frecuencia al Papa de rodillas, rezando con los ojos cerrados, en un estado de abandono total, casi de éxtasis, sin darse cuenta siquiera de que alguien había entrado. «Daba la sensación», comentó más de uno, «de que estaba hablando con el Invisible.»
Obispos y sacerdotes tenìan la posibilidad de concelebrar. Para los fieles era una gran experiencia espiritual, a la que el Santo Padre concedía gran importancia. Porque al estar todos reunidos en torno al Cristo eucarístico, con su Vicario en la tierra, en espíritu de fe y comunión, era como si estuviese allí la Iglesia universal en su totalidad Como si allí estuviese presente, con sus esperanzas pero también con sus dolores, la humanidad entera.
Y de hecho allí, siempre cercano al corazón del Papa, se encontraba espiritualmente el sufrimiento de las mujeres y los hombres de todo el mundo. El cajón del reclinatorio estaba lleno de las súplicas que le llegaban al Santo Padre. Había cartas de enfermos de sida y de cáncer. De una madre que pedía una oración por su hijo de diecisiete años que estaba en coma. Cartas de familias en crisis, de parejas que no tenían hijos y que, cuando sus oraciones recibían respuesta, le escribían para darle las gracias.
Despuès del desayuno , Juan Pablo II iba a su estudio. Escribìa apuntes: homilías, notas para lso discursos. Tras sufrir una fractura en la espalda, empezó a dictarle las notas a un sacerdote polaco – primero a don Stanislaw, luego a don Pawel -, que usaba ordenador portátil y que traducía sus textos al italiano. Finalizado el dictado, el Papa le preguntaba con frecuencia a su colaborador: «Que te parece?» Pero también ese tiempo dedicado al trabajo estaba lleno de oración de jaculatorias. ¿Cómo decirlo?, no dejaba de rezar en ningún momento del día. No era raro que cuando alguno de sus secretarios iba a buscarlo lo encontrase en la capilla, tendido en el suelo, completamente immerso en sus oraciones u ocupado en cantar durante la adoración cotidiana.
A las once, salvo los miércoles, dìa de audiencia general, se iniciaban las visitas privadas y públicas. Personas solas o grupos. Podían ser obispos, jefes de Estado y de Gobierno, personajes del mundo de la cultura, personalidades de distintos países. Al inicio del pontificado las audiencias se prolongaban a veces hasta las dos y media: el Papa no despedía nunca a nadie, no interrumpía jamás una conversación, dejaba siempre que la persona que tenía delante le dijese cuanto la preocupaba. Luego, con los años, aquellos encuentros no tuvieron más remedio que hacerse más breves.
Llegaba la hora de la comida. En la mesa, Juan Pablo II siempre tenía invitados que podían informarle directamente acerca de lo que ocurría en el mundo y en las comunidades cristianas. O bien – si los comensales eran los responsables de algún departamento – podía informarse de còmo iba el trabajo en esa ofician. O – si el Santo Padre debía programar un viaje o preparar un documento – invitaba a las personas relacionadas con ese tema.
El papa escuchaba, hacia preguntas, se informaba sobre una determinada situación o sobre algún problema. Comía de espaldas a la puerta que daba a la cocina, en uno de los lados largos de una mesa rectangular. Frente a èl se sentaban los invitados si eran sólo dos o tres: si eran más, tomaban asiento también a los lados, donde habitualmente estaban los secretarios personales
Junto a mí, con el paso del tiempo, se han sentado don Emery Kabongo, congoleño, don Vincent Tran Ngoc Thu, vietnamita, y don Mieczyslaw (Miecio, como le llamábamos) también polaco. Y ya que estamos, me gustaría recordar a las monjas del apartamento, camareras del Sagrado Corazón de Jesús, todas polacas: sor Tobiana, sor Eufrozyna, sor Germana, sor Fernanda y sor Matylda.
En general, se comía a la italiana. Pasta de primero, luego carne con verduras: se bebía agua y un poco de vino tinto. Por la noche, una sopa ligera y pescado. Sólo en las grandes festividades se volvía a la cocina polaca; ahí sí que las monjas podían lucirse: de primero, barszcz, una sopa de remolacha, u otro tipo de sopa; de segundo, la famosa kotlet, una costilla de cerco con patatas y verduras: y tarta, de amapolas o de requesón.
El Papa comía más o menos de todo. Poco, pero de todo. Como había sido siempre su costumbre. Desde la época de la juventud, desde la guerra, cuando las comidas eran frugales a la fuerza y el problema era encontrar un poco de pan duro, unas pocas patatas. Desde entonces Karol Wojtyla había mantenido una relación «distanciada» por así decirlo, con la comida. Sin embargo, había algo que le gustaba mucho: los dulces, sobre todo los italianos. Y el café: lo tomaba por la mañana y por la tarde.
Stanislao Dziwisz Una Vida con Karol – conversación con Gian Franco Svidercoschi (La Esfera de los Libros, Madrid, 2008)