Marco Gallo : “El caso argentino; la acción pacificadora de Juan Pablo II con motivo
de la guerra de las Malvinas y su rol para favorecer la vuelta a la democracia”
(8 de 11) El viaje a Argentina
"Con estos mismos sentimientos e intenciones
Juan Pablo II pisa suelo argentino el 11 de Junio:
“mi estadía en tierras argentinas, aun
breve por exigencias bien conocidas, será ante todo una súplica con ustedes a
Aquel de quien desciende toda paternidad en el cielo y en la tierra, para que
llene los ánimos de todos de sentimientos de fraternidad y de reconciliación”.
El Papa se presenta como “humilde servidor de la causa de la paz”. Hay que
destacar que es la primera vez en la historia de la Iglesia que un pontífice
pisa suelo argentino. Podemos recordar que el futuro Pío XII había llegado a
Buenos Aires en 1934, en ocasión del Congreso Eucarístico Internacional, como
legado papal; pero la visita de un sucesor de Pedro en tierra rioplatense era
una novedad absoluta y en el momento de gran incertidumbre que vivía la nación
argentina, la aceptación de su visita fue casi unánime y entre los católicos
despertó nuevo entusiasmo y esperanza.
El
Papa comienza su peregrinación en el país con un ferviente llamamiento:
“permítanme, desde este momento, que invoque
la paz de Cristo sobre todas las víctimas, de ambos bandos, del conflicto
bélico entre Argentina y Gran Bretaña: que muestre mi afectuosa cercanía a las
familias que lloran la pérdida de algún ser querido” y luego vuelve a reafirmar
la importancia de una “governance mundial” : “que solicite de los gobiernos y
de la comunidad internacional medidas aptas para evitar daños mayores, sanar
las heridas de la guerra y facilitar el restablecimiento de los espacios de una
paz justa y duradera y la progresiva serenidad en los espíritus”.
Juan Pablo II, como había afirmado en
Coventry, vuelve a repetir en Ezeiza no solo su rechazo a la guerra y a toda
forma de soluciones violentas que no respetan la sacralidad de la vida humana y
la dignidad profunda de la persona, sino que condena el uso mismo de la guerra,
como solución de conflictos y que provoca a menudo imborrables secuelas en la
vida de los pueblos: “El espectáculo triste de pérdidas de vidas humanas –
afirma – con consecuencias sociales que se prolongarán por no poco tiempo en
los pueblos que sufren la guerra, me hace pensar con profunda pena en la estela
de muerte y desolación que todo conflicto armado provoca siempre”. Y concluye:
“No estamos ante espectáculos aterradores
como los de Hiroshima o Nagasaki; pero cada vez que arriesgamos la vida del
hombre, encendemos los mecanismos que conducen hacia esas catástrofes,
emprendemos caminos peligrosos, regresivos y antihumanos. Por eso, en este
momento la humanidad ha de interrogarse, una vez más, sobre el absurdo y
siempre injusto fenómeno de la guerra, en cuyo escenario de muerte y dolor solo
queda en pie la mesa de negociación que
podía y debía evitarla.” Su llamado se
concluye de la siguiente manera: “que el mundo aprenda a poner por encima de
todo, siempre y en toda circunstancia, el respeto a la sacralidad de la vida; a
relegar al olvido el recurso a la guerra, al terrorismo o a métodos de
violencia y a seguir, decididamente, senderos de entendimiento, de concordia y
de paz”.
En su
libro de memorias el canciller Costa Méndez presenta sus impresiones sobre el
viaje papal, expresando: “Su santidad mantuvo dos entrevistas con el Presidente
Galtieri y con la Junta de Comandantes. En ninguna de las dos oportunidades
mencionó el tema bélico ni se refirió a las posibilidades concretas de poner
término a las acciones” y subraya “tanto el presidente Galtieri, con quien
hablé del tema en diversas oportunidades, como los miembros de la Junta me
aseguraron, y no tengo por qué dudar de su opinión, que el tema no fue
analizado nunca, durante esas cuarenta y ocho horas”. Costa Méndez está
convencido que el discurso sobre la paz fuera “como circunstancial”: “Es cierto
que (el Papa) se refirió también, claro que en términos abstractos y generales,
a los horrores de la guerra nuclear, como no podía ser de otra manera”.
En el primer encuentro multitudinario que
se realiza en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires el Papa dirige un
significativo discurso a los sacerdotes y a los religiosos y religiosas
argentinos. Su primera preocupación es la de restaurar ante todo en la iglesia
una unidad que en estos años atormentados ha sido fuertemente desgastada y de
alguna manera ha favorecido ulteriores desuniones y particularismos. Juan Pablo
II pone énfasis sobre el restablecimiento de un clima de fraternidad y de
reconciliación dentro de la Iglesia. Si la Iglesia está dividida ¿cómo puede
transmitir un mensaje de unidad a una sociedad fuertemente fragmentada? Este
parece el primer objetivo de Wojtyla; restablecer un clima de pacificación
social, que la guerra ha ulteriormente deteriorado.El papa considera a los
religiosos como hombres y mujeres de oración y por ello les pide que la oración
sea la gran arma de los cristianos contra la guerra: “hoy vengo para orar con ustedes...vengo
a orar por todos aquellos que han perdido la vida; por las victimas de ambas
partes; por las familias que sufren, como igualmente lo hice en Gran Bretaña.
Vengo a orar por la paz, por una digna y justa solución del conflicto armado. Ustedes
que en esta tierra argentina son por título del todo especial hombres y mujeres
de oración, elévenla a Dios con mayor insistencia, tanto personal como
comunitariamente”. Juan Pablo II quiere que en este momento histórico tan
dramático, crezca una Iglesia que ora y que da su testimonio de paz y de
reconciliación.
Es seguramente un momento de cambio de muchos
dentro de la Iglesia y dentro de la sociedad; aquel monolitismo a favor del
conflicto bélico, la causa de una guerra justa, comienza con las palabras del
Papa a quebrarse y a manifestar fuertes perplejidades.
Posiciones y reacciones antes del viaje del
Papa.
La cuestión de la guerra justa era aprobada
tanto por la Iglesia argentina como por la Iglesia anglicana y por el mismo Arzobispo
católico de Westmister, Basil Hume y esto pone de relieve el coraje y la
mentalidad contra corriente de Karol Wojtyla. Es interesante notar que el
senador Rodolfo Terragno en ocasión de la muerte de Juan Pablo II en 2005, en
un homenaje del Senado argentino recuerda justamente la intervención del Papa
polaco durante la Guerra de las Malvinas con estas palabras: “el Card. Hume
había dicho que la guerra era justa, y había pedido a Juan Pablo II que
suspendiera su viaje a Gran Bretaña. Juan Pablo II no solo no lo suspendió,
sino que se dirigió por carta a la primera ministro Margareth Tatcher y al
general Galtieri, pidiendo la tregua, el compromiso y el diálogo... Entonces,
el Papa decidió que iba a hacer un viaje pastoral, primero a Londres y luego a
Buenos Aires, con la esperanza de imponer una tregua de hecho”. Y termina este
homenaje con una afirmación muy interesante; “Él no detuvo la guerra pero
influyó en los sentimientos. Después del hundimiento del crucero General
Belgrano y del Sheffield, el propio Arzobispo de Canterbury se vio obligado a
reconocer su error: dijo que cuando se sobrepasa cierto límite, la guerra ya no
es justa”. Y termina con una punta de amargura: “Juan Pablo II lo sabía y trató
de transmitir este mensaje de paz. En otros casos fue escuchado. En éste y en
muchos más, no lo fue. Pero sus enseñanzas deben acompañarnos”.
Ante una sociedad que comienza a ver con
sus propios ojos el desastre de la guerra y las negativas consecuencias de un
nacionalismo fanático, Juan Pablo II hablando a los obispos argentinos,
presenta su visión universal de la Iglesia, amonestando sobre los riesgos de
una iglesia nacionalista, ensimismada y que no vive a pleno la propia
catolicidad.
Nuevamente la búsqueda de la unidad debe
ser el objetivo principal de la tarea pastoral del obispo. El obispo debe ser
según la concepción wojtyliana “promotor de la irrenunciable identidad de las
diversas realidades que componen su pueblo”. Ser promotor de unidad sin
uniformidad y sin aplastar las diferencias: “es fácil – amonesta Juan Pablo II
– y puede ser cómodo a veces, dejar las cosas diversas abandonadas a su
dispersión. Es fácil, colocándose en el otro extremo, reducir por la fuerza la
diversidad a una uniformidad monolítica e indiscriminada. Es difícil, en
cambio, construir la unidad conservando, mejor aún, fomentando la justa
variedad. Se trata de saber armonizar valores legítimos de los diversos
componentes de la unidad, superando las naturales resistencias, que brotan con
frecuencia de cada una. Por eso – afirma, ser obispo será ser siempre artífice
de armonía, de paz y de reconciliación.” El ministerio episcopal es
esencialmente un ministerio de reconciliación que debe tratar de sanar todas
las fracturas y heridas presentes en la sociedad. En este sentido el pontífice
advierte implícitamente sobre el riesgo de una politización de la Iglesia: “No
lo hará [el ministerio episcopal] con los instrumentos de la política, sino con
la palabra humilde y convincente del Evangelio”. Juan Pablo II es consciente de
estar frente a una sociedad profundamente fragmentada en la cual los obispos
han apoyado con cierto fervor la razón de la soberanía y en cambio, frente a
una inminente derrota militar, viven una cierta desorientación. En esta
perspectiva Juan Pablo II hace un discurso sobre la catolicidad y la
universalidad de la Iglesia, para liberar el episcopado de una visión reducida
de su misión:
“efectivamente – afirma el pontífice – en
virtud de la función espiritual que ejerce ante el Pueblo de Dios, un pueblo de
Dios concreto, encarnado en un determinado sector de la humanidad – cada
obispo, por vocación y carisma, es al mismo tiempo, testigo de lo que llamamos
patriotismo, entendiéndolo aquí como la pertenencia a un determinado pueblo,
con sus riquezas espirituales y culturales más propias. De aquí derivan las dos
dimensiones de la misión episcopal: la del servicio a lo particular- a su
diócesis y por extensión, a la iglesia local de su país y la apertura a lo
católico, a lo universal, a nivel continental o mundial."
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