NACION
(del
libro de Juan Pablo II Memoria e
identidad)
Pregunta a Juan Pablo II:
“El
patriotismo, como sentimiento de apego a la propia nación y a la patria, debe
evitar transformarse en nacionalismo. Su interpretación correcta depende de lo
que queremos expresar con el concepto de nación. Así pues, ¿cómo se ha de
entender la nación, esta entidad ideal a la cual se refiere el hombre en su
sentimiento patriótico?”
Juan
Pablo II responde:
“Un
detenido examen de ambos términos muestra una estrecha relación entre el
significado de patria y de nación. En polaco —pero no sólo en esta lengua— el
término na-ród (nación) deriva de ród (linaje); patria (ojczy-zna), a su vez,
tiene sus raíces en el término padre (ojciec). Es padre quien, junto con la
madre, da la vida a un nuevo ser humano. Con esta generación a través del padre
y de la madre enlaza el término de patrimonio, concepto que subyace en la
palabra «patria». El patrimonio y consecuentemente la patria están relacionados
estrechamente, desde el punto de vista conceptual, con la generación; pero
también el término «nación», desde el punto de vista etimológico, está
relacionado con el nacimiento.
Con
el término nación se quiere designar una comunidad que reside en un territorio
determinado y que se distingue de las otras por su propia cultura. La doctrina
social católica considera tanto la familia como la nación sociedades naturales
y, por tanto, no como fruto de una simple convención. Por eso, en la historia
de la humanidad nada las puede reemplazar. No se puede, por ejemplo, sustituir
la nación con el Estado, si bien la nación tiende por su naturaleza a constituirse en Estado, como lo demuestra la
historia de cada una de las naciones europeas y la propia historia polaca.
Stanislaw Wyspianski escribió en su obra Wyzwolenie (La liberación): «La nación
debe existir como Estado...» Menos aún
se puede identificar la nación con la llamada sociedad democrática, porque se
trata de dos órdenes diferentes aunque relacionados entre sí. Una sociedad
democrática es más cercana al Estado que a la nación. No obstante, la nación es
el suelo sobre el que nace el Estado. La cuestión del sistema democrático, en
cierto sentido, es una cuestión sucesiva, que pertenece al campo de la política
interna.
Después
de estas observaciones introductorias sobre el tema de la nación, también en
este caso conviene volver a la Sagrada Escritura, porque en ella están los
elementos de una auténtica teología de la nación. Esto vale ante todo para
Israel. El Antiguo Testamento muestra la genealogía de esta nación, elegida por
el Señor para ser su pueblo. Con el término genealogía se suele indicar a los
antepasados en sentido biológico. Pero se puede hablar de genealogía —y quizás
de un modo aún más apropiado— en sentido espiritual. Pensemos en Abraham. A él
se remiten no solamente los israelitas, sino también —precisamente en sentido
espiritual— los cristianos (cf. Rm 4, 16) e incluso los musulmanes. La historia
de Abraham y de la llamada que recibió de Dios, de su insólita paternidad, del
nacimiento de Isaac, muestra cómo el proceso hacia la nación pasa, mediante la
generación, a través de la familia y la estirpe.
Se
comienza, pues, por el hecho de una generación. La esposa de Abraham, Sara, ya
entrada en años, da a luz a su hijo. Abraham tiene un descendiente según la
carne y, poco a poco, de esta familia de Abraham se forma un linaje. El libro
del Génesis explicita las fases sucesivas de su desarrollo: de Abraham a Isaac
hasta llegar a Jacob. El patriarca Jacob tiene doce hijos y éstos, a su vez,
dan origen a las doce tribus que habrían de constituir la nación de Israel.
Dios
escogió esta nación, confirmando la elección con sus intervenciones en la
historia, como en la liberación de Egipto bajo la guía de Moisés. Ya desde los
tiempos del gran Legislador se puede hablar de una nación israelita, aunque al
principio estuviera formada sólo por familias y clanes. Pero la historia de
Israel no se reduce a eso. Tiene también una dimensión espiritual. Dios eligió
esta nación para revelarse al mundo en ella y por ella. Una revelación que
comienza en Abraham y llega a su culmen en la misión de Moisés. Dios habló
«cara a cara» con Moisés, guiando por mediación suya la vida espiritual de
Israel. Lo decisivo en la vida espiritual de Israel era la fe en un único Dios,
creador del cielo y de la tierra, junto con el decálogo, la ley moral escrita
en las tablas de piedra que Moisés recibió en el monte Sinaí.
Hay
que definir «mesiánica» la misión de Israel, precisamente porque de esa nación
debía surgir el Mesías, el Ungido del Señor. «Cuando se cumplió el tiempo,
envió Dios a su Hijo» (Ga 4, 4), que se hizo hombre por obra del Espíritu Santo
en el seno de una hija de Israel, María de Nazaret. El misterio de la
Encarnación, fundamento de la Iglesia, forma parte de la teología de la nación.
El Hijo consustancial, el Verbo eterno del Padre, al encarnarse, es decir,
haciéndose hombre, dio comienzo a un «generar» de otro orden: el generar «por
el Espíritu Santo». Su fruto es nuestra filiación sobrenatural, la filiación
adoptiva. No se trata de un «nacer de la carne», por usar las palabras del
evangelista Juan. Es un nacer «no de la sangre, ni de amor carnal, ni de amor
humano, sino de Dios» (Jn 1, 13). Los nacidos «de Dios» se convierten en
miembros de la «nación divina», según la atinada fórmula que tanto le gustaba a
Don Ignazy Rózycki. Como es sabido, con el Concilio Vaticano II se ha hecho
común la expresión «Pueblo de Dios».
Ciertamente, el Concilio habla en la Constitución Lumen Gentium del
Pueblo de Dios para designar a los que «nacieron de Dios» mediante la gracia
del Redentor, el Hijo de Dios encarnado, que murió y resucitó para la salvación
de la humanidad.
Israel
es la única nación cuya historia está en gran parte escrita en la Sagrada
Escritura. Es una historia que pertenece a la Revelación divina: en ella Dios
se revela a la humanidad. En la «plenitud de los tiempos», después de haber
hablado a los hombres de muchas maneras, Él mismo se hizo hombre. El misterio
de la Encarnación pertenece también a la historia de Israel, aunque nos
introduce al mismo tiempo ya en la historia del nuevo Israel, del pueblo de la
Nueva Alianza.
«Todos
los hombres están invitados al nuevo Pueblo de Dios [...]. Por tanto, el Pueblo
de Dios lo forman personas de toda las naciones.»5 En otras palabras, esto
significa que la historia de todas las naciones está llamada a entrar en la
historia de la salvación. En efecto, Cristo vino al mundo para traer la
salvación a todos los hombres. La Iglesia, el Pueblo de Dios fundado en la
Nueva Alianza, es el nuevo Israel y se presenta con un carácter de
universalidad: cada nación tiene en ella el mismo derecho de ciudadanía.
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