Tantum
ergo sacramentum veneremur cernui: "Adoremos, postrados, tan gran sacramento".
En la santa Eucaristía está realmente presente
Cristo, muerto y resucitado por nosotros.
En el pan y en el vino consagrados permanece con
nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que
vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en
adoración y exclamando: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20).
En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra
contemplación amorosa toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la
carne, la gloria divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar
de que Dios está "con nosotros", que asumió en Jesucristo todas las
dimensiones humanas, menos el pecado, despojándose de su gloria para
revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn20, 21-23).
En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro invisible de Cristo, el Hijo de Dios,
con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada posible en este
mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden perplejos:
"Queremos ver a Jesús" (Jn12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto
que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir el pan
se abren los ojos de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la
mirada del corazón reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega
"hasta el extremo" (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.
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