1. Hoy, en el umbral de este triduo sagrado, deseamos profesar, de modo
particular, nuestra fe en Cristo, en Aquel cuya pasión debemos renovar, en el
espíritu de la Iglesia,
para que todos dirijan "la mirada al que traspasaron" (Jn 19,
37), y la generación actual de los habitantes de la tierra llore sobre El (cf. Lc
23, 27).
He aquí a Cristo: en el que viene Dios a la humanidad como Señor de la
historia: "Yo soy el alfa y la omega..., el que es, el que era, el que
viene" (Ap 1, 8).
He aquí a Cristo "que me amó y se entregó por mí" (Gál 2, 20),
Cristo que vino para obtenernos "con su propia sangre... una redención
eterna" (Heb 9, 12).
Cristo: el "Ungido", el Mesías.
Una vez, Israel, en la víspera de la liberación de la esclavitud de Egipto,
signó las puertas de las casas con la sangre del cordero (cf. Ex 12,
1-14). He aquí que el Cordero de Dios está entre nosotros, Aquel a quien el
mismo Padre ha ungido con poder y con el Espíritu Santo, y ha enviado al mundo
(cf. Jn 1, 29; Act 10, 36-38).
Cristo: el "Ungido", el Mesías.
Durante estos días, con la fuerza de la unción del Espíritu Santo, con la
fuerza de la plenitud de la santidad que hay en El, y sólo en El, clamará a
Dios "con gran voz" (Lc 23, 46), voz de humillación, de
anonadamiento, de cruz: "Señor, fortaleza mía, mi roca, mi ciudadela, mi
libertador; mi Dios, mi roca, a quien me acojo; mi escudo, mi fuerza salvadora,
mi asilo" (Sal 17 [18], 2 y s.).
Así clamará por sí y por nosotros.
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