3. A
través de su abandono en el Padre, a través de la obediencia hasta la muerte,
nos ha hecho también "reyes y sacerdotes" (Ap 1, 6).
Lo proclamó el día solemne en que compartió con los Apóstoles el pan y el
vino, como su Cuerpo y Sangre para la salvación del mundo. Precisamente hoy
estamos llamados a vivir este día: fiesta de los sacerdotes. Hoy hablan de
nuevo a nuestros corazones los misterios del Cenáculo, donde Cristo, en la
primera Eucaristía, dijo: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,
19), instituyendo así el sacramento del sacerdocio. Y he aquí que se cumplió lo
que mucho tiempo antes- había dicho el Profeta Isaías: "Vosotros seréis
llamados sacerdotes del Señor, y nombrados ministros de nuestro Dios" (Is
61, 6).
Hoy sentimos el deseo vivísimo de encontrarnos junto al altar para esta
concelebración eucarística y dar gracias por el don particular que el
Señor nos ha conferido. Conscientes de la grandeza de esta gracia, deseamos
además renovar las promesas que cada uno de nosotros hizo el día de la propia
ordenación, poniéndolas en las manos del obispo. Al renovarlas, pidamos la
gracia de la fidelidad y de la perseverancia. Pidamos también que la gracia de
la vocación sacerdotal caiga sobre el terreno de muchas almas juveniles, y que
allí eche raíces como semilla que da fruto centuplicado (cf. Lc 8, 8).
Como está previsto, hacen hoy lo mismo los obispos en sus catedrales en todo
el mundo juntamente con los sacerdotes renuevan las promesas hechas el día de
la ordenación. Unámonos a ellos más ardientemente aún mediante la
fraternidad en la fe y en la vocación, que hemos sacado del cenáculo como
herencia transmitida por los Apóstoles.
Perseveremos en esta gran comunidad sacerdotal, como siervos del Pueblo de
Dios, como discípulos y amantes de los que se ha hecho obediente hasta la
muerte, que no ha venido al mundo para ser servido, sino para servir (cf. Mt
20, 28).
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