La Asunción de María es un especial don del Resucitado a su
Madre. Si, en efecto, "los que son de Cristo", recibirán la vida
"cuando El venga", he aquí que es justo y comprensible que esa
participación en la victoria sobre la muerte sea experimentada en primer lugar
por Ella, la Madre; Ella, que es "de Cristo", de modo más pleno,
ya que, efectivamente, El pertenece a Ella, como el hijo a la madre. Y Ella
pertenece a El; es, en modo especial, "de Cristo", porque fue amada y
redimida de forma totalmente singular. La que, en su propia concepción humana,
fue Inmaculada —es decir, libre de pecado, cuya consecuencia es la
muerte—, por el mismo hecho, ¿no debía ser libre de la muerte, que es
consecuencia del pecado? Esa "venida" de Cristo, de que habla el
Apóstol en la segunda lectura de hoy, ¿no "debía" acaso cumplirse, en
este único caso de modo excepcional, por decirlo así,
"inmediatamente", es decir, en el momento de la conclusión de la vida
terrestre? ¿Para Ella, repito, en la cual se había cumplido su primera
"venida" en Nazaret y en la noche de Belén? De ahí que ese final de
la vida que para todos los hombres es la muerte, en el caso de María la
Tradición lo llama más bien dormición.
Verdaderamente,
resultaría difícil encontrar un momento en que María hubiera podido pronunciar
con mayor arrebato las palabras pronunciadas una vez después de la Anunciación,
cuando, hecha Madre virginal del Hijo de Dios, visitó la casa de Zacarías para
atender a Isabel:
"Mi
alma engrandece al Señor... / porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, /
cuyo nombre es santo" (Lc 46,
49).
(…)
Para nosotros la solemnidad de hoy es como una continuación de la Pascua; de la Resurrección y de la Ascensión del Señor. Y es, al mismo tiempo, el signo y la fuente de la esperanza de la vida eterna y de la futura resurrección. Acerca de ese signo leemos en el Apocalipsis de San Juan:
"Y
fue vista en el cielo una señal grande: una mujer envuelta en el sol, y la luna
debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas" (Ap 12.
1).
Y aunque nuestra vida sobre la tierra se desarrolle, constantemente, en la tensión de esa lucha entre el Dragón y la Mujer, de que habla el mismo libro de la Santa Escritura; aunque estemos diariamente sometidos a la lucha entre el bien y el mal, en la que el hombre participa desde el pecado original —es decir, desde el día en que comió "del árbol del conocimiento del bien y del mal", como leemos en el libro del Génesis (2, 17; 3, 12)—; aunque esa lucha adquiera a veces formas peligrosas y espantosas, sin embargo, ese signo de la esperanza permanece y se renueva constantemente en la fe de la Iglesia.
Y la festividad de hoy nos permite mirar ese signo, el gran signo de la economía divina de la salvación, confiadamente y con alegría mucho mayor.
Nos
permite esperar ese signo de victoria, de no sucumbir, en definitiva,
al mal y al pecado, en espera del día en que todo será
cumplido por Aquel que trajo la victoria sobre la muerte: el Hijo de
María. Entonces El "entregará a Dios Padre el Reino, cuando haya destruido
todo principado, toda potestad y todo poder" (1 Cor 15, 24) y
pondrá todos los enemigos bajo sus pies y aniquilará, como último enemigo, a la
muerte (cf. 1 Cor 15, 25).
(dela Homilia del Papa Juan Pablo II el 15 de agosto de 1980)
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