o, surge providencialmente la palabra «concilio» como un manantial de agua fresca en la Iglesia, y cinco días más tarde, festividad de la conversión de San Pablo, lo anuncia en la Basílica de San Pablo Extramuros, las expectativas fueron creciendo al paso del tiempo. Tres años de preparación, que se vivieron con interés e incluso con impaciencia1 . El Papa, que algunos habían etiquetado de transición, con 77 años a la espalda pero con un corazón rebosante de esperanza, hablaba con acierto y naturalidad de «un nuevo Pentecostés», «una primavera inesperada», de una «Madre Iglesia que se alegra y exulta de gozo», y oponiéndose a tantos «profetas de desdichas», atisbaba un orden nuevo en el que no faltaba la providencia misteriosa y misericordiosa de Dios.
Tres fines se proponía este grandioso «aggiornamento» de la Iglesia: • Promover el desarrollo de la fe católica. • Lograr una renovación moral de la vida cristiana de los fieles. • Adaptar la disciplina eclesiástica a las necesidades y métodos de nuestro tiempo. Grandes eran los retos que la Iglesia y la gran asamblea de obispos (unos 2.500) tenían delante. No menores fueron las dificultades. Al Papa Juan le asistía una fe inquebrantable, cimentada en una esperanza colosal.
El 3 de junio de 1963 el mundo y la Iglesia perdían la figura paternal de Juan XXIII pero no moría con él aquel sueño de una Iglesia desprovista de todo poder mundano y aureolada solamente con la santidad de Jesucristo. El 21 de ese mismo mes, tras un breve cónclave de dos días de duración, salió elegido un entusiasta del Concilio, el cardenal Juan Bautista Montini, Pablo VI, el papa que depositó un 13 de noviembre de 1964 la tiara pontificia como un don destinado a los pobres, el papa del diálogo entre la Iglesia y el mundo, y quien se preguntaba de forma solemne ya desde el inicio del concilio ¿Iglesia, qué dices de ti misma? Al día siguiente de su elección despejó toda duda. Su misión principal era dar continuidad al Concilio. El Concilio quería ser, en palabras de Montini, «el brote primaveral de las energías espirituales y morales que la Iglesia lleva en su seno, prevé una reforma... pero no implica la destrucción de su vida actual, sino que será un homenaje a su tradición, que depurada de formas defectuosas y efímeras, recobrará de nuevo su genuina fecundidad»2 . Pablo VI prosiguió y concluyó el Concilio con aportaciones definitivas, acciones principales de los dos primeros años de su Pontificado .
Después de un laborioso trabajo el Concilio dio luz a 16 documentos: cuatro Constituciones (DV, LG, SC y GS), tres Declaraciones (GE, NE, DH) y nueve Decretos (AG, PO, AA, OT, PC, CD, UR, OE, IM). A partir de entonces, agiornamento, colegialidad, diálogo, comunión, libertad religiosa, liturgia, ecumenismo, Palabra de Dios, pueblo de Dios, presencia de la Iglesia en el mundo, educación cristiana, obispos, presbíteros, vida religiosa, formación sacerdotal, apostolado de los laicos, acción misionera, religiones no cristianas, y un largo etc. de temas y conceptos teológicos adquieren una nueva dimensión y pasan a prevalecer en la reflexión de los teólogos.
Albino Luciani, Juan Pablo I, elegido casi por aclamación, en el cónclave más breve de los últimos cinco siglos (sólo nueve horas, con un electorado de 110 cardenales) pronto aseguró que su programa era «quello di continuare... nella prosecuzione dell’eredità del Concilio Vaticano II»
(…)
Por su parte, una de las líneas programáticas del Pontificado de Benedicto XVI, fue, igualmente, según su mismo testimonio «reafirmar con fuerza mi decidida voluntad de proseguir en el compromiso de aplicación del concilio Vaticano II.
(…)
Los
documentos conciliares no han perdido su actualidad con el paso de los años; al
contrario, sus enseñanzas se revelan particularmente pertinentes ante las
nuevas instancias de la Iglesia y de la actual sociedad globalizada»
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