Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).

jueves, 16 de octubre de 2025

Un «No tengáis miedo» anclado en Cristo

 


Gran parte del Capitulo I "El Papa : Un escándalo y un misterio" del libro-entrevista de Vittorio Messori Cruzando el Umbral de la Esperanza habla de aquel primer llamado desde la Plaza San Pedro: No tengáis miedo! (No temáis!).

En la entrevista se refiere extensamente a la “exhortación que resonó al comienzo de mi ministerio en la Sede de Pedro.”


Cristo – dice Juan Pablo II – dirigió muchas veces esta invitación a los hombres con que se encontraba. Esto dijo el Ángel a Maria: «No temáis» (Lucas 1,30) Y eso mismo a José: «No tengáis miedo» (Mateo 1,20)


Y se lo dijo a los Apóstoles, y a Pedro, en varias ocasiones, especialmente después de su Resurrección…Tuvieron miedo cuando fue apresado, y tuvieron aun mas miedo cuando, Resucitado, se les apareció.


Estas palabras pronunciadas  por Cristo las repite la Iglesia y con la Iglesia las repite también el Papa….No son palabras dichas porque si, están profundamente enraizadas en el Evangelio; son sencillamente, las palabras del mismo Cristo.


De que no debemos tener miedo? No debemos temer a la verdad de nosotros mismos…
A Pedro le dice «No temas, desde ahora será pescador de hombres» (Lucas 5,10)
Todas las veces que Cristo exhorta a no tener miedo se refiere tanto a Dios como al hombre…No tengáis miedo de Dios, sino invocadlo conmigo «Padre nuestro» (Mateo 6,9) No tengáis miedo de decir Padre!


No tengáis miedo del misterio de Dios; no tengáis miedo de Su amor, y no tengáis miedo de la debilidad del hombre ni de su grandeza! El hombre no deja de ser grande ni siquiera en su debilidad, No tengáis miedo de ser testigos de la dignidad de toda persona humana, desde el momento de la concepción hasta la hora de su muerte”.

 

Cardenal Stanislaw Dziwisz : Viene un papa eslavo (2 de 2) – 1978

 


Mas tarde supe por fue el cardenal Wyszynski quien le había sugerido que tomase ese nombre, en memoria del Pontifice difunto y por respeto al pueblo  italiano, que habia amado profundamente a Juan Pablo I.

Todos los cardenales se acercaron para rendir homenaje al elegido: cuando Wojtyla llegó ante él, se estrecharon en un largo abrazo. Mientras, de la chimenea de la Sixtina salía la fumata blanca. Viene  un Papa eslavo, hermano de los  pueblos… había escrito mas de un siglo antes el gran poeta Juliusz Slowacki.

Yo en la plaza San Pedro, cerca de la entrada de la basílica. Fue allí donde escuché al cardenal Pericle Felici anunciar el nombre del nuevo Papa. ¡Era mi obispo! ¡Mi obispo! El corazón me daba brincos de alegría, por supuesto, pero me sentía como bloqueado, petrificado. Pensé para mis adentros: «Ha sucedido». Ha sucedido lo que nadie creía que podía suceder. En Cracovia había gente que rezaba para que no fuese elegido, querian que se quedase en la diócesis, que no se fuera. Nadie creía que algo asi podía ocurrir. ¡Y sin embargo, había ocurrido! ¡Habia ocurrido!

También Polonia vivió un primer momento de incredulidad, pero luego estalló la alegría. La gente abarrotó las calles, las plazas para expresar toda su felicidad, toda su emoción, y  todo su orgullo al ver a un hijo suyo subir a lacátedra de San Pedro.

Alguien consiguió distinguir mi cara en medio de la multitud, vino hacia mi y me llevo del brazo hasta la entrada del cónclave, que todavía estaba cerrada.

En el Vaticano, el Papa estaba vistiéndose con su nuevo hábito. Debìa asomarse a la logia externa de la basílica vaticana para impartir la bendidcion. Al acercarse al balcón y vislumbrar la inmensa multitud que abarrotaba la plaza, le pregunto a la persona que lo acompañaba si no sería conveniente pronunciar algunas palabras. El acompañante le contestó que no, que no estaba previsto por el ritual, por la praxis. Pero Juan Pablo II, según llego a la logia sintió como una oarden irresistible desde su interior. «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo», dijo. Y la gente respondió: «Alabado sea por siempre.» Y entonces él empezó a hablar. «No se si podré explicarme bien en vuestra…en nuestra lengua italiana. Si me equivoco, corregidme…» Y la multitud rompió en un aplauso que parecía que nunca iba a tener fin.

Las puertas del cónclave se abrieron por fin, y el mariscal, el marques Giulio Sacchetti, me acompaño al interior del Vaticano. El Santo Padre estaba ya cenando con todos los miembros del Sacro Colegio. Cuando entré, el cardenal camarlengo, Jean Villot, se alzó y sonriendo, me presentó al nuevo Papa.  Fue un encuentro muy sencillo, pero, para mí, de una emoción extraordinaria. El me miraba fijamente, quizá quería adivinar cuales eran mis sentimientos al verlo vestido asi. No decia nada, y sin embargo, sentía que me hablaba con su penetrante mirada. Me encontraba delante del pastor de la Iglesia universal, del Papa; fue justo en ese instante cuando comprendí que ya no era más el cardenal Karol Wojtyla, sino Juan Pablo II, el sucesor de Pedro. Acercó su rostro al mío, y sólo entonces, me habló. Apenas una broma, sólo un par de palabras, pero llenas de su sentido de humor, que hicieron que se me pasase inmediatamente la emoción y me reencontrase con el hombre que conocía. Refiriendose claramente a los cardenales, quiso transmitirme su sorpresa ante el hecho de que lo hubieran elegido. Mas o menos, quiso decirme: «Pero que han hecho»!  Ésta, sin embargo, es mi…traducción. Él en realidad, lo que me dijo, variandola un poco, fue una frase en romanesco: »Li possono..»   Fui a cenar a otra sala en la que estaban el secretario del cónclave, monseñor Ernesto Civardi, el maestro de ceremonias y otras personas que habían prestado sus servicios durante esos días. Todos me miraban con curiosidad, pero también con simpatía.   El Santo Padre, después de cenar, regreso a su habitaqciòn, en un pequeño departamento que compartìa con el arzobispo de Nápoles, Corrado Ursi, en el entresuelo de la Secretaria de Estado. Conocìa bien a Ursi, habían sido nombrados juntos.  Y allí, en aquella habitación, el nuevo Papa comenzó su primer “trabajo”. Empezó a preparar el discurso para el día siguiente, que debìa pronunciar en latìn; conocía bien el idioma, asi que no tuvo problemas en escribirlo. Se trataba del discurso programático, en el que debía definir las líneas principales de su pontificadeo y las tareas que, por la voluntad de Dios,debería cumplir. Entre los puntos clave, la puesta en práctica del Concilio, la apertura al mundo, la situación del catolicismo en aquel momento histórico y eclesìastico, y el ecumenismo. Después de cenar, volvì al Colegio polaco. Ninguno de nosotros se fue a dormir, los otros sacerdotes y yo nos pasamos toda la noche comentando el gran evento. Mientras, con ayuda de la radio, intentábamos escuchar las reaccines de Cracoia, de las otrs ciudades polacas. Escuchábamos la alegría, el llanto dela gente y las oraciones, las vigilias que tenían lugar ne las iglesias, las mismas, el sonido de las campanas. En la catedral de Wawel – algo que sólo se hacìa en circunstancias especiales – había tañido la majestuosa campana de Segismundo.



Peor también había quen no se alegraba, quien se quedo literalmente en estado de shock, traumatizado, ante la elección del arzobispo de Cracovia. En Polonia, la publicación de la noticia se retrasó porque el Comité Central del Partido no sabìa como darla, como atenuar los inminentes contragolpes. Y no sólo en Polonia, sino en todo el mundo comunista, y especialmente en el Kremlin, el desconcierto fue enorme.  Durante diez días en el imperio dominó un silencio absoluto! No hubo ningúna declaración. Ningun comentario. La historia se había tomado una revancha clamorosa contra aquellos que estaban convencidoss que podían borrar a Dios de la vida de los hombres.   

Cuando el cardenal Wojtyla partió para asistir al conclave, las autoridades comunistas le quitaron el pasaporte diplomático, dejándole solo el turístico. Uno de los secretarios proinciales del Partido le había dicho: «Vayase, vayase, cuando vuelva echaremos cuentas.» Quien sabe qué habrá pensado aquel celoso funcionario cuando vio regresar, un año después, al cardenal vestido de blanco…

(de Una vida con Karol - Stanislao Dziwisz - Conversacion con Gian Franco Svidercoschi, cap 10 Viene un Papa eslavo.)

 

Cardenal Stanislaw Dziwisz : Viene un papa eslavo (1 de 2) - 1978

 


El «año de los tres Papas». Asi fue llamado 1978.

Gian Franco Svidercoschi

Aunque, como eslógico, Wojtyla nunca e hubiera podido imaginar, aquel primer domingo de agosto, el vuelco que iba a dar su vida en apenas un par de meses

Stanislaw Dziwisz

Se encontraba de vacaciones en los montes Bieszczady, con algunos amigos, cuando recibió la noticia de la muerte de Pablo VI. Ya se sabía que el Papa estaba enfermo, muy enfermo; pero cuando supo de su partida, el arzobispo sufrió mucho. Estaba muy unido a él, le apreciaba comoa un padre. Le habían impresionado desde un princpio su estilo pastoral, la forma en que contemplaba el mundo, la enorme apertura que demostraba hacia los problemas de la cultura.

La Iglesia se puso en camino hacia el cónclave. Muchos comentaristas preveían una elección dificil, compleja, por el elevado número de miembros del Sacro Colegio. Y porque no se habían entibiado aún los debates que laceraron a la comunidad católica en el largo y conflictivo perido que siguió al Concilio.

El cardenal Wojtyla so  se preguntaba nunca quién seria el sucesor del difunto Pontifice.  Se limitaba a decir: El Espiritu Santo decidirá. Lo observaba todo desde la óptica de la fe, con la mirada de un hombre creyente, un hombre de Iglesia.  En Roma se encontró con albino Luciani, el patriarca de Venecia. No se conocían a fondo, pero se habían visto con frecuencia y entre ellos había una gran afinidad espiritual. Recuerdo uno de aquellos encuentros, en el Colegio Pontificio polaco, en la plaza Remuria. Era el periodo preparatorio del cónclave. El cardenal Wojtyla invitò a comer al patriarca, y él acudió encantado. Yo también tuve ocasión de conocerlo y me cayó ensegida muy bien por su gran espontaneidad. Otro encuentro interesante fue el que tuvo con el cardenal Joseph Ratzinger. Creo que hablaron del crácter propiamente católico, cristiano, que debía tener la propuesta de la Iglesia al mundo contemporáneo en el inminente paso de milenio.

El cónclave, en contra de lo previsto, terminó muy pronto. La elección fue rapidisima, señal de que en aquel momento decisivo el Sacro Colegio había reencontrado una fuerte unidad.  Y, quizás, precisamente por esto, para reforzar la cohesión, el patriarca de Venecia había asumido un nombre compuesto – por el de Juan XXIII y el de PabloVI -, aunando la herencia de sus dos inmediatos predecesores. Y conciliando asi las dos tendencias que se identificaban – muchas veces contraponiéndolas, equivocadamente – con ambos Pontìfices.

El cardenal Wojtyla no contó nunca los detalles del cónclave. Dijo solo que durante su desarrollo se advirtió la presencia del Espìritu Santo. Aceptó y consideró como la voluntad de Dios – indicada por Ël a sus cardenales – la elección del nuevo Papa.  Tuvo un encuentro con Juan Pablo I inmediatamente después de la inauguración del pontificado y regresó a Cracovia llevándose consigo el recuerdo de aquella sonrisa llena de bondad, de la alegría con la que el Papa expresaba su profunda fe.

Transcurrieron sólo treinta y tres dias. Wojtyla acababa de regresar de una visita a Alemania Federal con la delegación del episcopado, encabezada por el cardenal Wyszynski. Habia estado en el santuario de Kalwaria. Celebró en la catedral de Wawel una misa solemne por la festividad de San Wenceslao y al mismo tiempo, para recordar el vigésimo aniversario de su ordenación episcopal. La mañana del 29 de septiembre estaba tomando el té cuando Mucha, el chofer, entro como una tromba en la habitación. Tenìa el rostro acalorado, agitado; a duras penas, consiguió decir que Juan Pablo I había muerto.

El arzobispo quedó rígido, pero sólo durante unos instantes. Interrumpió el desayuno y se dirigió a su habitación. En esos momentos tan tristes quería estar solo. No hizo ningun comentario: solo le oíamos murmurar: «Algo inaudito…inaudito». Vimos desde lejos que entraba en la capilla. Se quedo allí mucho rato, rezando.  Rezaba y quizá, se interrogaba, interrogab a Dios. Igual que hizo luego, abriendo su coracon, en la misa del funeral que se celebró en la basílica Mariacka: El mundo entero, la Iglesia entera se pregunta ¿Por qué?  […] No sabemos que significa esta muerte para la cátedra de Pedro. No sabemos qué ha querido decir Cristo a través de ella a la Iglesia y al mundo.

En Roma, en el Vaticano nos parecía estar asistiendo casi a una réplica de las escenas vividas en agosto. Pero para Wojtyla todo habia cambiado…

No hablaba nunca, ni siquiera en privado, de la sucesión del papa Luciani…

Pero los que lo conocían bien podìan leer en su rostro la inqujietud que sentìaen su interior. Quzá también porque se había enterado de que un cardenal tan infuyente como Franz Konig, arzobispo de Viena, mencionaba con frecuencia su nombre cuando hablaba con otros purpurados. La noche antes del cónclave quiso saludar, uno por uno, a todos los sacerdotes que residían en el colegio del Aventino, donde el se alojaba siempre que iba a Roma. Fu un saludo intenso, fraternal, pero a nadie se le escapó lo tneso de su actitud, su mirada pensativa.

A la mañana siguiente acompañé al cardenal al Vaticano. Antes nos acercamos al hospital Gemelli, a hacerle una visita a monseñor Andrzej Deskur que, precisamente en esos días, había sfrido un ictus y estaba ingresado en la unidad de reanimacion; estaba muy grave y aún no había recperado la consciencia. Años después ya Papa, Karol Wojtyla recordarìa la repentina enfermedad de monseñor Deskur diciendo que lo habia interpretado como una señal y que ésta le habia hecho reflexionar mucho. También porque a lo largo de su vida se habían producido más señales de este tipo. Cuando le iban a ordenar obispo,uno de sus más queridos amigos, monseñor Marian Jaworski debía sustituirle en un compromiso, ir a predicar los ejercicios a los sacerdotes; acudió en tren, se produjo un terrible accidente y perdió un brazo. Más tarde, justo en las vísperas del cónclave, la gravísima enfermedad de monseñor Deskur. Era como si su elección – quería decir el Papa – estuviese relacionada de alguna forma con el sufrimiento del amigo.  Pero  henos ya en el cónclave. Lo que allí ocurrió es un secreto, garantizaod por el juramento. No conocemos ningún detalle. Porlo tanto, que siga guardado por el Espíritui Santo y la sabiduría de la iglesia…

De acuerdo. Nadie quiere hacer conjeturas, mucho menos especulaciones. Con todo, con las debidas cautelas, y apoyándonos siempre sobre las voces autorizadas: podemos intentar reconstruir minimamente como se desarrolló el cónclave. Al menos para entender claro y de donde surgió aquella elección. Se inició el 15 de octubre de 1978, la primera jornada estuvo marcada por le debate entre los partidarios del arzobispo de Génova, Giuseppe Siri, ylos de Giovanni Benelli, arzobispode Florencia. Dos italianos, pero que representaban posiciones diveras: la primera sostenía la exigenia de una cierta modificación en la ruta trazada porel Concilio; la segunda, en cambio, apostaba por la continuación del Vaticano II, bajo el signo de una plena fidelidad al espíritu y a la letra de las enseñanzas conciliares.  Obviadas las dos candidaturas, mejor dicho, eliminadas recíprocamente, ya en las dos primeras votaciones del 16 de octubre, el nombre del arzobispo de Cracovia obtuvo numerosos votos. En el intervalo, como contó el cardenal Luigi Ciappi se produjo el vuelco decisivo: los que apoyaban a Wojtyla fueron convenciendo poco a poco a los otros miembros del Sacro Colegio. FueKönig, casi con toda seguridad, el gran artífice de ete progresivo desplazamiento de consensos. Ya había hablado con Wyszynski, convenciendole de lo oportuno de la elección (Wyszynski había sobreentendido que era él el candidato) y el primado fue a la celda de Wojtyla a expresarle su apoyo, a infundirle valor.    A animarle que aceptase. Le repitió la imperiosa pregunta que en la novela Quo vadis? de Sienkiewicz, le hace el Señor a Pedro cuando éste ha cedido a la tentación de huir de Roma; pero luego dulcifico el tono, rogándole que en el caso de ser elegido, aceptase. Yañadió: «La tarea del nuevo Papa será la de introducir a la Iglesia en el tercer milenio…»  El arzobispo de Cracovia regresó a la Capilla Sixtina con una expresión mas distendida en el rostro, pero con el corazón en pleno tumulto. Se le acercó un viejo amigo, el cardenal Maximilian de Furstenberg, que había sido rector del Colegio belga, y le susurró unas cuantas palabras del momento de la ordenacion sacerdotal. «Deus adest et vocat te» (Dios está aquí y te llama). En la octava votación, la segunda de la tarde, fue elegido – parece – con noventa y nueve votos. Conmovido, pero ya sereno acepto, eligiendo el mismo nombre que Luciani.

(de Una vida con Karol - Stanislao Dziwisz - Conversacion con Gian Franco Svidercoschi, cap 10 Viene un Papa eslavo.)

martes, 14 de octubre de 2025

Juan Pablo II: Ser sacerdote hoy (3 de 3)

 


Hombre de la Palabra

Me he referido ya al hecho de que para ser guía auténtico de la comunidad, verdadero administrador de los misterios de Dios, el sacerdote está llamado a ser hombre de la palabra de Dios, generoso e incansable evangelizador. Hoy, frente a las tareas inmensas de la "nueva evangelización'', se ve aún más esta urgencia.

Después de tantos años de ministerio de la Palabra, que especialmente como Papa me han visto peregrino por todos los rincones del mundo, debo dedicar algunas consideraciones a esta dimensión de la vida sacerdotal. Una dimensión exigente, ya que los hombres de hoy esperan del sacerdote antes que la palabra "anunciada" la palabra "vivida". El presbítero debe "vivir de la Palabra''. Pero al mismo tiempo, se ha de esforzar por estar también intelectualmente preparado para conocerla a fondo y anunciarla eficazmente. En nuestra época, caracterizada por un alto nivel de especialización en casi todos los sectores de la vida, la formación intelectual es muy importante. Esta hace posible entablar un diálogo intenso y creativo con el pensamiento contemporáneo. Los estudios humanísticos y filosóficos y el conocimiento de la teología son los caminos para alcanzar esta formación intelectual, que deberá ser profundizada durante toda la vida. El estudio, para ser auténticamente formativo, tiene necesidad de estar acompañado siempre por la oración, la meditación, la súplica de los dones del Espíritu Santo: la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el temor de Dios. Santo Tomás de Aquino explica como, con los dones del Espíritu Santo, todo el organismo espiritual del hombre se hace sensible a la luz de Dios, a la luz del conocimiento y también a la inspiración del amor. La súplica de los dones del Espíritu Santo me ha acompañado desde mi juventud y a ella sigo siendo fiel hasta ahora.

Profundización científica

Ciertamente, como enseña el mismo Santo Tomás, la "ciencia infusa", que es fruto de una intervención especial del Espíritu Santo, no exime del deber de procurarse la "ciencia adquirida".

Por lo que a mí respecta, como he dicho antes, inmediatamente después de la ordenación sacerdotal fui enviado a Roma para perfeccionar los estudios. Más tarde, por decisión de mi obispo, tuve que ocuparme de la ciencia como profesor de ética en la Facultad teológica de Cracovia y en la Universidad Católica de Lublin. Fruto de estos estudios fueron el doctorado sobre San Juan de la Cruz y después la tesis sobre Max Scheler para la enseñanza libre: más en concreto, sobre la aportación que su sistema ético de tipo fenomenológico puede dar a la formación de la teología moral. Debo verdaderamente mucho a este trabajo de investigación. Sobre mi precedente formación aristotélico-tomista se injertaba así el método fenomenológico, lo cual me ha permitido emprender numerosos ensayos creativos en este campo. Pienso especialmente en el libro "Persona y acción De este modo me he introducido en la corriente contemporánea del personalismo filosófico, cuyo estudio ha tenido repercusión en los frutos pastorales. A menudo constato que muchas de las reflexiones maduradas en estos estudios me ayudan durante los encuentros con las personas, individualmente o en los encuentros con las multitudes de fieles con ocasión de los viajes apostó1icos. Esta formación en el horizonte cultural del personalismo me ha dado una conciencia más profunda de cómo cada uno es una persona única e irrepetible, y considero que esto es muy importante para todo sacerdote.

El diálogo con el pensamiento contemporáneo

Gracias a los encuentros y coloquios con naturalistas, físicos, biólogos y también con historiadores, he aprendido a apreciar la importancia de las otras ramas del saber relativas a las materias científicas, desde las cuales se puede llegar a la verdad partiendo de perspectivas diversas. Es preciso, pues, que el esplendor de la verdad -Veritatis Splendor- las acompañe continuamente, permitiendo a los hombres encontrarse, intercambiar las reflexiones y enriquecerse recíprocamente. He traído conmigo desde Cracovia a Roma la tradición de encuentros interdisciplinares periódicos, que tienen lugar de modo regular durante el verano en Castel Gandolfo. Trato de ser fiel a esta buena costumbre.

"Labia sacerdotum scientiam custodiant..." (cf. Ml 2, 7). Me gusta recordar estas palabras del profeta Malaquías, citadas en las Letanías a Cristo Sacerdote y Víctima, porque tienen una especie de valor programático para quien está llamado a ser ministro de la Palabra. Este debe ser verdaderamente hombre de ciencia en el sentido más alto y religioso del término. Debe poseer y transmitir la "ciencia de Dios" que no es sólo un depósito de verdades doctrinales, sino experiencia personal y viva del Misterio, en el sentido indicado por el Evangelio de Juan en la gran oración sacerdotal: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (17, 3).

(Juan Pablo II: Don y Misterio, IX)

Juan Pablo II: Ser sacerdote hoy (2 de 3)

 


Llamado a la santidad

En contacto continuo con la santidad de Dios, el sacerdote debe llegar a ser él mismo santo. Su mismo ministerio lo compromete a una opción de vida inspirada en el radicalismo evangélico. Esto explica que de un modo especial deba vivir el espíritu de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. En esta perspectiva se comprende también la especial conveniencia del celibato. De aquí surge la particular necesidad de la oración en su vida: la oración brota de la santidad de Dios y al mismo tiempo es la respuesta a esta santidad. He escrito en una ocasión: ''La oración hace al sacerdote y el sacerdote se hace a través de la oración''. Sí, el sacerdote debe ser ante todo hombre de oración, convencido de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con Dios es siempre el mejor empleado, porque además de ayudarle a él, ayuda a su trabajo apostólico. Si el Concilio Vaticano II habla de la vocación universal a la santidad, en el caso del sacerdote es preciso hablar de una especial vocación a la santidad. ¡Cristo tiene necesidad de sacerdotes santos! ¡El mundo actual reclama sacerdotes santos! Solamente un sacerdote santo puede ser, en un mundo cada vez mas secularizado, testigo transparente de Cristo y de su Evangelio. Solamente así el sacerdote puede ser guía de los hombres y maestro de santidad. Los hombres, sobre todo los jóvenes, esperan un guía así. ¡El sacerdote puede ser guía y maestro en la medida en que es un testigo auténtico!

La cura animarum

En mi ya larga experiencia, a través de situaciones tan diversas, me he afianzado en la convicción de que sólo desde el terreno de la santidad sacerdotal puede desarrollarse una pastoral eficaz, una verdadera "cura animarum". El auténtico secreto de los éxitos pastorales no está en los medios materiales, y menos aún en la "riqueza de medios''. Los frutos duraderos de los esfuerzos pastorales nacen de la santidad del sacerdote. ¡Este es su fundamento! Naturalmente son indispensables la formación, el estudio y la actualización; en definitiva. una preparación adecuada que capacite para percibir las urgencias y definir las prioridades pastorales. Sin embargo, se podría afirmar que las prioridades dependen también de las circunstancias, y que cada sacerdote ha de precisarlas y vivirlas de acuerdo con su obispo y en armonía con las orientaciones de la Iglesia universal. En mi vida he descubierto estas prioridades en el apostolado de los laicos, de modo especial en la pastoral familiar -campo en el que los mismos laicos me han ayudado mucho-, en la atención a los jóvenes y en el diálogo intenso con el mundo de la ciencia y de la cultura. Todo esto se ha reflejado en mi actividad científica y literaria. Surgió así el estudio Amor y responsabilidad y, entre otras cosas, una obra literaria: El taller del orfebre, con el subtítulo Meditaciones sobre el sacramento del matrimonio.

Una prioridad ineludible es hoy la atención preferencial a los pobres, los marginados y los emigrantes. Para ellos el sacerdote debe ser verdaderamente un "padre". Ciertamente los medios materiales son indispensables, como los que nos ofrece la moderna tecnología. Sin embargo, el secreto es siempre la santidad de vida del sacerdote que se expresa en la oración y en la meditación, en el espíritu de sacrificio y en el ardor misionero. Cuando pienso en los años de mi servicio pastoral como sacerdote y como obispo, más me convenzo de lo verdadero y fundamental que es esto.

 (Juan Pablo II: Don y Misterio, IX)

Juan Pablo II: Ser sacerdote hoy (1 de 3)

 


Cincuenta años de sacerdocio no son pocos. ¡Cuántas cosas han sucedido en este medio siglo de historia! Han surgido nuevos problemas, nuevos estilos de vida, nuevos desafíos. Viene espontáneo preguntarse: ¿qué supone ser sacerdote hoy, en este escenario en continuo movimiento mientras nos encaminamos hacia el tercer Milenio?

No hay duda de que el sacerdote, con toda la Iglesia, camina con su tiempo, y es oyente atento y benévolo, pero a la vez crítico y vigilante, de lo que madura en la historia. El Concilio ha mostrado como es posible y necesaria una auténtica renovación, en plena fidelidad a la Palabra de Dios y a la Tradición. Pero más allá de la debida renovación pastoral, estoy convencido de que el sacerdote no ha de tener ningún miedo de estar "fuera de su tiempo", porque el "hoy" humano de cada sacerdote está insertado en el "hoy" de Cristo Redentor. La tarea más grande para cada sacerdote en cualquier época es descubrir día a día este "hoy" suyo sacerdotal en el "hoy" de Cristo, aquel "hoy" del que habla la Carta a los Hebreos. Este "hoy" de Cristo está inmerso en toda la historia, en el pasado y en el futuro del mundo, de cada hombre y de cada sacerdote. "Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre'' (Hb 13,8). Así pues, si estamos inmersos con nuestro "hoy'' humano y sacerdotal en el "hoy" de Cristo, no hay peligro de quedarse en el "ayer", retrasados... Cristo es la medida de todos los tiempos. En su "hoy" divino-humano y sacerdotal se supera de raíz toda oposición -antes tan discutida- entre el "tradicionalismo" y el "progresismo''.

Las aspiraciones profundas del hombre

Si se analizan las aspiraciones del hombre contemporáneo en relación con el sacerdote se verá que, en el fondo, hay en el mismo una sola y gran aspiración: tiene sed de Cristo. El resto -lo que necesita a nivel económico, social y político- lo puede pedir a muchos otros. ¡Al sacerdote se le pide Cristo! Y de él tiene derecho a esperarlo, ante todo mediante el anuncio de la Palabra. Los presbíteros -enseña el Concilio- "tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios'' (Presbyterorum Ordinis, 4). Pero el anuncio tiende a que el hombre encuentre a Jesús, especialmente en el misterio eucarístico, corazón palpitante de la Iglesia y de la vida sacerdotal. Es un misterioso y formidable poder el que el sacerdote tiene en relación con el Cuerpo eucarístico de Cristo. De este modo es el administrador del bien más grande de la Redención porque da a los hombres el Redentor en persona. Celebrar la Eucaristía es la misión más sublime y más sagrada de todo presbítero. Y para mí, desde los primeros años de sacerdocio, la celebración de la Eucaristía ha sido no sólo el deber más sagrado, sino sobre todo la necesidad más profunda del alma.

Ministro de la misericordia

Como administrador del sacramento de la Reconciliación, el sacerdote cumple el mandato de Cristo a los Apóstoles después de su resurrección: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos'' (Jn 20, 22-23). ¡El sacerdote es testigo e instrumento de la misericordia divina! ¡Qué importante es en su vida el servicio en el confesionario! Precisamente en el confesionario se realiza del modo más pleno su paternidad espiritual. En el confesionario cada sacerdote se convierte en testigo de los grandes prodigios que la misericordia divina obra en el alma que acepta la gracia de la conversión. Es necesario, no obstante, que todo sacerdote al servicio de los hermanos en el confesionario tenga él mismo la experiencia de esta misericordia de Dios a través de la propia confesión periódica y de la dirección espiritual.

Administrador de los misterios divinos, el sacerdote es un especial testigo del Invisible en el mundo. En efecto, es administrador de bienes invisible e inconmensurables que pertenecen al orden espiritual y sobrenatural.

Un hombre en contacto con Dios

Como administrador de tales bienes, el sacerdote está en permanente y especial contacto con la santidad de Dios. "¡ Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo! Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria''. La majestad de Dios es la majestad de la santidad. En el sacerdocio el hombre es como elevado a la esfera de esta santidad, de algún modo llega a las alturas en las que una vez fue introducido el profeta Isaías. Y precisamente de esa visión profética se hace eco la liturgia eucarística: Sanctus, Sanctus, Sanctus, Dominus Deus Sabaoth. Pleni sunt caeli et terra gloria tua. Hosanna in excelsis.

Al mismo tiempo, el sacerdote vive todos los días, continuamente, el descenso de esta santidad de Dios hacia el hombre: benedictus qui venit in nomine Domini. Con estas palabras las multitudes de Jerusalén aclamaban a Cristo que llegaba a la ciudad para ofrecer el sacrificio por la redención del mundo. La santidad trascendente, de alguna manera "fuera del mundo" llega a ser en Cristo la santidad "dentro del mundo". Es la santidad del Misterio pascual.

(Juan Pablo II: Don y Misterio, IX)

lunes, 13 de octubre de 2025

Pío XII y Fátima; el apunte secreto sobre el “milagro del sol” – Andrea Tornielli

 




Entre los documentos del Papa Pacelli, el resumen, seco y notarial, de lo que el Pontífice vio antes de la proclamación de la Asunción, en 1950: el globo solar giraba, como sucedió durante la última de las apariciones portuguesas

Hasta hace poco (12 de mayo 2017)  era un caso conocido, pero sin fundamento documental. En 1950, poco antes de proclamar el dogma mariano de la Asunción de María con su cuerpo en el cielo en el momento de su muerte, el último de los dogmas proclamados por la Iglesia católica, Pío XII asistió a un hecho extraordinario. Mientras paseaba por los jardines vaticanos vio varias veces el mismo fenómeno que se verificó el 13 de octubre de 1917, al final de las apariciones de Fátima, cuando la multitud acudió a donde estaban los tres pastorcillos en un día lluvioso: de repente vio que el sol giraba y se acercaba. Los presentes pudieron observar esta extraña «danza» sin deslumbrarse.



El primero y único que había hablado sobre el «milagro» que vio Pío XII fue el cardenal Federico Tedeschini, durante una homilía. Hace nueve años surgió, en el archivo de la familia Pacelli, un apunte autógrafo del Papa. Un texto inédito sobre aquella visión. Se trata de un apunte manuscrito en el que, en primera persona, Pío XII cuenta lo que le sucedió. La descripción es seca, casi notarial, sin ceder a ningún sensacionalismo. El Papa Pacelli lo escribió reutilizando una hoja que, en la otra cara, tenía algunas líneas mecanografiadas para una audiencia, rasgo que confirma el carácter parsimonioso del Pontífice que nació en Roma, acostumbrado a apagar personalmente las luces en las salas del Vaticano después de las audiencias y a reciclar los sobres con los que le enviaban el programa cotidiano de las audiencias.

  «Era el 30 de octubre de 1950», ante-vigilia del día de la solemne definición de la Asunción, explica Pío XI. El Papa se preparaba para proclamar como dogma de fe lo que la Iglesia siempre había creído desde los primeros siglos, es decir la asunción corporal hacia el cielo de la Virgen en el momento de su muerte. Lo hizo después de haber consultado al episcopado mundial, de acuerdo a la unanimidad: solo 6 respuestas de 1181 manifestaron algunas reservas. Hacia las cuatro de la tarde llevaba a cabo «el acostumbrado paseo por los jardines vaticanos, leyendo y estudiando». Pacelli recuerda que, mientras subía por la explanada de la Virgen de Lourdes «hacia la cumbre de la colina, en la calle de la derecha, que costea la muralla», levantó los ojos hacia el cielo. «Fui sorprendido por un fenómeno, nunca hasta ahora visto por mí. El sol, que estaba todavía bastante alto, parecía como un globo opaco amarillento, circundado por un círculo luminoso», pero que no impedía de ninguna manera fijar la mirada «sin recibir la mínima molestia. Una nubecita muy ligera encontrábase delante». «El globo opaco —continúa Pío XII en su apunte— se movía ligeramente en el extremo, tanto girando como desplazándose de izquierda a derecha y viceversa. Pero dentro del globo se veían, con toda claridad y sin interrupción, movimientos muy fuertes».

El Papa después dice haber asistido al mismo fenómeno el día siguiente, 31 de octubre, y también el primero de noviembre, el día de la definición del dogma de la Asunción. Se habría repetido también el 8 de noviembre. «Y después ya no». Recuerda también haber tratado, en otros días, a la misma hora y en condiciones atmosféricas semejantes, «mirar el sol para ver si aparecía el mismo fenómeno, pero en vano; no pude mirarlo ni siquiera un instante, la vista quedaba inmediatamente deslumbrada».

Hay que notar que el Papa no habla de «milagro» ni se lanza con posibles interpretaciones. Lo que es seguro es que quedó sorprendido por la coincidencia. Durante los días siguientes, Pío XI contó lo que había visto «a pocos íntimos y a un pequeño grupo de cardenales (tal vez cuatro o cinco), entre los que estaba el cardenal Tedeschini». Este último, en octubre del año siguiente, 1951, debía viajar a Fátima para cerrar las celebraciones del Año Santo. Antes de partir fue recibido en audiencia y le pidió al Papa si podía citar esa singular visión del sol girando en su homilía. «Le respondí: “Déjalo, no es el caso”. Pero él insistió —continúa Pío XII en el manuscrito—, sosteniendo la oportunidad de tal anuncio, y yo entonces le expliqué algunos particulares del evento». «Esta es, en breves y simples términos —concluye Pacelli— la pura verdad». «Pío XII estaba muy persuadido de la realidad del fenómeno extraordinario al que asistió en cuatro ocasiones», dijo en su momento sor Pascalina Lehnert, la religiosa y gobernante del aposento papal.

El llamado «milagro del sol», como hemos recordado, se había verificado el 13 de octubre de 1917 en Fátima, durante la última de las apariciones a los tres pastorcillos. Lo describió de esta manera en su crónica M. Avelino di Almeida, periodista laico y no creyente enviado por el periódico «O Seculo», y testigo ocular: «Y se asiste entonces a un espectáculo único e increíble al mismo tiempo, para quien no fue testigo… Se ve a la inmensa multitud voltear hacia el sol, libre de nubes, en pleno día. El sol recuerda un disco de plata descolorido y es posible verlo a la cara sin sentir el más mínimo malestar. No quema, no deslumbra. Se diría un eclipse».

Pío XII tenía un fuerte vínculo con Fátima: la primera aparición a los tres pastorcillos se verificó el 13 de mayo de 1917, el mismo día en el que el Papa Pacelli fue consagrado arzobispo en la Capilla Sixtina. Existen documentos que demuestran que Pío XII y la vidente sor Lucía dos Santos siempre quedaron en contacto, y que el Pontífice, en el último año de su vida, guardó el texto del Tercer Secreto de Fátima en su aposento. Quien mantuvo los contactos directos entre Lucía y el Papa fue la marquesa Olga Morosini Cavadal, la mujer que en 1977 acompañó al patriarca de Venecia, Albino Luciani, a visitar a la vidente de Fátima en el monasterio de Coimbra: «Varias veces —declaró la marquesa en el proceso de beatificación de Pacelli— transmití mensajes del Santo Padre a sor Lucía y de ella para él, pero, como prometí nunca revelar nada a quién sabe quién, no me siento autorizada para hacerlo ahora».

 

Andrea Tornielli– La Stampa