Cuando
comenzó el Concilio Vaticano II, Karol Wojtyla tenía cuarenta y dos años, y
llevaba cuatro como obispo auxiliar de Cracovia, su participación en el
Concilio, fue un acontecimiento decisivo para su existencia como obispo y una
referencia constante durante todo su pontificado, así lo refleja en su
testamento espiritual: «Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las
nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo
XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar
desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos
los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al
eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a
lo largo de todos los años de mi pontificado» .
La
participación en un Concilio, en este caso el de Trento, y el celo pastoral
marcó también la vida de otro gran santo: «Cuando pienso —escribe— en san
Carlos Borromeo me conmueve la coincidencia de los hechos y quehaceres. Fue
obispo de Milán en el siglo XVI, en el periodo del Concilio de Trento. A mí, el
Señor me ha concedido ser obispo en el siglo XX, precisamente durante el
Concilio Vaticano II, en vistas al cual se me ha confiado la misma tarea: su
realización. Debo decir que en estos años de pontificado he pensado
constantemente en la puesta en práctica del Concilio. Me ha sorprendido siempre
esta coincidencia y en aquel obispo me fascinaba especialmente su enorme
dedicación pastoral» .
Esa
dedicación pastoral es una constante que le define a él también. Se puede
afirmar que Karol Wojtyla incorpora a su pensamiento todo el bagaje necesario
para desarrollar su incansable actividad pastora , de hecho, el origen de sus
estudios sobre el hombre es, como él mismo escribe: «en primer lugar, pastoral,
y es desde el ángulo de lo pastoral cómo, en Amor y responsabilidad, formulé el
concepto de norma personalista. Tal norma es la tentativa de traducir el
mandamiento del amor al lenguaje de la ética filosófica. La persona es un ser
para el que la única dimensión adecuada es el amor. Somos justos en lo que afecta
a una persona cuando la amamos: esto vale para Dios y vale para el hombre. El
amor por una persona excluye que se la pueda tratar como un objeto de disfrute»
. Esta norma, ya presente en Kant, subraya que la persona no puede ser tratada
como medio sino como fin. Sin embargo, Kant, que se opone al utilitarismo
anglosajón, no interpreta de modo completo el mandamiento del amor que exige la
afirmación de la persona por sí misma. La verdadera interpretación personalista
del amor se encuentra en las palabras del Concilio, tal como destaca nuestro
autor: «“el hombre —que en la tierra es la única criaturaque Dios ha querido
por sí misma— no puede encontrarse plenamente a sí misma si no es a través del
don sincero de sí”.
Queda
formulado con claridad el principio de afirmación de la persona por el simple
hecho de ser persona; al mismo tiempo el texto conciliar subraya que lo más
esencial del amor es el “sincero don de sí mismo”. En este sentido la persona
se realiza mediante el amor. Así pues, estos dos aspectos —la afirmación de la
persona por sí misma y el don sincero de sí mismo— no solo no se excluyen
mutuamente, sino que se confirman y se integran de modo recíproco. El hombre se
afirma a sí mismo de manera más completa dándose»
En
sus intervenciones en el Concilio sobresalen sus preocupaciones pastorales y su
interés por la participación de los laicos en la misión de la Iglesia .
Una
de sus intervenciones en la tercera sesión (21-10-1964), sobre el entonces
esquema XIII, provocó que se le incluyera en el equipo redactor: «Así pues,
—escribe— ya durante la tercera sesión me encontré en el équipo que preparaba
el llamado esquema XIII, el documento que se convertiría luego en la
Constitución pastoral Gaudium et spes, pude de este modo participar en los
trabajos extremadamente interesantes de este grupo, compuesto por
representantes de la Comisión teológica y del Apostolado de los laicos.
Permanece vivo en mi memoria el recuerdo del encuentro de Ariccia, en enero de
1965»
Durante
su participación en la nueva redacción del esquema XIII de la Gaudium et spes,
hizo esta propuesta muy conocida por los estudiosos: “Ya que el esquema quiere
tener sobre todo un carácter profundamente pastoral, es bueno que se le dé la
mayor importancia a la persona humana, tanto en sí misma como en la comunidad
(en la vida social) y en general. En efecto, toda la solicitud pastoral
presupone la persona humana, ya sea como sujeto […] ya sea como objeto» En la alocución aborda fundamentalmente dos
argumentos: el primero, sobre la “índole pastoral” del esquema, que justifica
la atención principal que recibe, en la primera parte del esquema, la persona
humana, considerada según la integridad de su vocación. Ahora bien, la
pastoralidad sugiere, además, que el texto refleje adecuadamente el horizonte
salvífico pues toda la solicitud pastoral presupone la obra de redención
realizada en la cruz. Insiste en que la obra de la Iglesia no puede ser
reducida al servicio de la edificación del mundo, pues el mayor servicio de la
Iglesia es el servicio de la salvación eterna. Subraya que el elemento de la
crítica del mundo es tan esencial como la actitud positiva hacia el esfuerzo
humano. La idea de la trascendencia de la salvación eterna relativa a todo fin
mundano es característica de su pensamiento. Esta idea de trascendencia permite
comprender como la redención puede habitar la historia del hombre y, sin
embargo, ser siempre irreductible a ella, e ilumina el sentido más profundo del
bien común.
La
segunda parte de la alocución está dedicada al tema del ateísmo y su relación
con la libertad religiosa. Propone distinguir el ateísmo fruto de la decisión
personal, del ateísmo impuesto coercitivamente, que constituye una ofensa
contra la ley natural. Afirma que no es suficiente considerar el ateísmo como
negación de Dios, el problema es específicamente humano: el hombre ateo está
persuadido de su soledad final, escatológica. Se entiende entonces que el
hombre responda a esta soledad vinculada a la negación de la inmortalidad
buscando un sucedáneo de eternidad en el colectivismo.
Tras
la clausura del Vaticano II, al regresar a Polonia organizó la celebración de
un sínodo diocesano con amplia participación de sacerdotes y laicos. Sus
trabajos se inician en 1972 y fueron clausurados por él ya como papa en 1979.
Sobre la base de su experiencia conciliar y con vistas al sínodo, publicó La renovación en sus fuentes. Sobre la
aplicación del Concilio Vaticano II (1972), una reflexión sistemática que
recogía el núcleo de las enseñanzas del Concilio. Al comenzar la tercera parte
del libro anota: «En conformidad con la situación del presente estudio, no
tratamos de dar una explicación de la doctrina del Vaticano II “como tal”, sino
más bien buscar en todo el magisterio conciliar la respuesta a las preguntas de
carácter existencial: ¿Qué significa ser creyente, ser cristiano, estar en la
Iglesia?».
A
su juicio, el Concilio al responder a estos interrogantes existenciales en los
que estaba implícito el problema central del Concilio, «Iglesia, ¿qué dices de
ti misma?13», ha propiciado un verdadero enriquecimiento de la fe. Para el
arzobispo de Cracovia la participación de todos los cristianos en la triple
misión de Cristo, es decir, la dimensión profética, sacerdotal y real, era la
clave decompresión de la doctrina conciliar. Esta toma de conciencia debía ir
acompañada de una responsabilidad en la vida real y cotidiana.
Siguiendo
la estela del Concilio, en su primera encíclica, Redemptor hominis (1979), el
misterio de la redención está visto con los ojos de la gran renovación del
hombre y de todo lo que es humano, propuesto por el Concilio, especialmente en
la Gaudium et spes14. La encíclica
recuerda el número 22 de Gaudium et spes, como lo recuerda también la famosa homilía de
inicio del pontificado:
«Hermanos y hermanas, no tengáis miedo de
acoger a Cristo y de aceptar su potestad, Ayudad al Papa y a todos los que
quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la
humanidad entera, ¡No temáis!, ¡Abrid, más aun, abrid de par en par las puertas
a Cristo! […]. Cristo conoce “lo que hay dentro del hombre”, ¡sólo Él lo
conoce!”».
En
la carta apostólica Novo millennio ineunte (2000) con motivo de la clausura de
la celebración del Año jubilar, nos recuerda que el Vaticano II es «la gran
gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX, una brújula
segura para orientarnos en el camino del tercer milenio».
Invito
leer el articulo completo y ver todas las
referencias “La superación de laautorreferencialidad del bien común en las fuentes wojtylianas” - TERESA CID Universidad CEU San Pablo