Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).

domingo, 13 de noviembre de 2016

El Evangelio: una invitación a la alegría


“Evangelio quiere decir buena noticia, y la Buena Noticia es siempre una
invitación a la alegría. ¿Qué es el Evangelio? Es una gran afirmación del
mundo y del hombre, porque es la revelación de la verdad de su Dios. Dios
es la primera fuente de alegría y de esperanza para el hombre. Un Dios tal
como nos lo ha revelado Cristo. Dios es Creador y Padre; Dios, que «amó
tanto al mundo hasta entregar a su Hijo unigénito, para que el hombre no
muera, sino que tenga la vida eterna» (cfr. Juan 3,16).

Evangelio es, antes que ninguna otra cosa, la alegría de la creación. Dios, al
crear, ve que lo que crea es bueno (cfr. Juan 1,1-25), que es fuente de
alegría para todas las criaturas, y en sumo grado lo es para el hombre. Dios
Creador parece decir a toda la creación: «Es bueno que tú existas.» Y esta
alegría Suya se transmite especialmente mediante la Buena Noticia, según
la cual el bien es más grande que todo lo que en el mundo hay de mal. El
mal no es ni fundamental ni definitivo. También en este punto el
cristianismo se distingue de modo tajante de cualquier forma de pesimismo
existencial.

La creación ha sido dada y confiada como tarea al hombre con el fin de que
constituya para él no una fuente de sufrimientos, sino para que sea el
fundamento de una existencia creativa en el mundo. Un hombre que cree en
la bondad esencial de las criaturas está en condiciones de descubrir todos
los secretos de la creación, de perfeccionar continuamente la obra que Dios
le ha asignado. Para quien acoge la Revelación, y en particular el Evangelio,
tiene que resultar obvio que es mejor existir que no existir; y por eso en el
horizonte del Evangelio no hay sitio para ningún nirvana, para ninguna
apatía o resignación. Hay, en cambio, un gran reto para perfeccionar todo lo
que ha sido creado, tanto a uno mismo como al mundo.

Esta alegría esencial de la creación se completa a su vez con la alegría de la
Salvación, con la alegria de la Redención. El Evangelio es en primer lugar
una gran alegría por la salvación del hombre. El Creador del hombre es
también su Redentor. La salvación no sólo se enfrenta con el mal en todas
las formas de su existir en el mundo, sino que proclama la victoria sobre el
mal. «Yo he vencido al mundo», dice Cristo (cfr. Juan 16,33). Son palabras
que tienen su plena garantía en el Misterio pascual, en el suceso de la
Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Durante la vigilia de Pascua, la
Iglesia canta como transportada: O felix culpa, quae talem ac tantum meruit
habere Redemptorem («¡Oh feliz culpa, que nos hizo merecer un tal y tan
gran Redentor!» Exultet).

El motivo de nuestra alegría es pues tener la fuerza con la que derrotar el
mal, y es recibir la filiación divina, que constituye la esencia de la Buena
Nueva. Este poder lo da Dios al hombre en Cristo. «El Hijo unigénito viene al
mundo no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve del mal»
(cfr. Juan 3,17).

La obra de la Redención es la elevación de la obra de la Creación a un nuevo
nivel. Lo que ha sido creado queda penetrado por una santificación
redentora, más aún, por una divinización, queda como atraído por la órbita
de la divinidad y de la vida íntima de Dios. En esta dimensión es vencida la
fuerza destructiva del pecado. La vida indestructible, que se revela en la
Resurrección de Cristo, «se traga», por así decir, la muerte. «¿Dónde está,
oh muerte, tu victoria?», pregunta el apóstol Pablo fijando su mirada en
Cristo resucitado (1 Corintios 15,55).”


(Juan Pablo II: Cruzando el umbral de la esperanza, pag 41-43, Plaza Janes, 1994)

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