Unidad
indivisible de la comunión conyugal
19. La comunión primera es la que se
instaura y se desarrolla entre los cónyuges; en virtud del pacto de amor
conyugal, el hombre y la mujer «no son ya dos, sino una sola carne»[46] y
están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad
cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total.
Esta comunión conyugal hunde sus raíces
en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta
mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de
vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo
de una exigencia profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta
exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a
perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la
celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión
nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de
la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús.
El don del Espíritu Santo es mandamiento
de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a
fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a
todos los niveles —del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y
voluntad, del alma[47]—,
revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor, donada por la
gracia de Cristo.
Semejante comunión queda radicalmente
contradicha por la poligamia; ésta, en efecto, niega directamente el designio
de Dios tal como es revelado desde los orígenes, porque es contraria a la igual
dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un
amor total y por lo mismo único y exclusivo. Así lo dice el Concilio Vaticano
II: «La unidad matrimonial confirmada por el Señor aparece de modo claro
incluso por la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que debe ser
reconocida en el mutuo y pleno amor»[48].
Una
comunión indisoluble
20. La comunión conyugal se caracteriza
no sólo por su unidad, sino también por su indisolubilidad: «Esta unión íntima,
en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos,
exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman su indisoluble unidad»[49].
Es deber fundamental de la Iglesia
reafirmar con fuerza —como han hecho los Padres del Sínodo— la doctrina de la
indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil
o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son
arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se
mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario
repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo
su fundamento y su fuerza[50].
Enraizada en la donación personal y
total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad
del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en
su Revelación: Él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto,
signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el
Señor Jesús vive hacia su Iglesia.
Cristo renueva el designio primitivo que
el Creador ha inscrito en el corazón del hombre y de la mujer, y en la
celebración del sacramento del matrimonio ofrece un «corazón nuevo»: de este
modo los cónyuges no sólo pueden superar la «dureza de corazón»[51],
sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo
de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne. Así como el Señor Jesús es el
«testigo fiel»[52],
es el «sí» de las promesas de Dios[53] y
consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional con la
que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están llamados a
participar realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la
Iglesia su esposa, amada por Él hasta el fin[54].
El don del sacramento es al mismo tiempo
vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan
siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa
obediencia a la santa voluntad del Señor: «lo que Dios ha unido, no lo separe
el hombre»[55].
Dar testimonio del inestimable valor de
la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos
y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo. Por esto, junto con
todos los Hermanos en el Episcopado que han tomado parte en el Sínodo de los
Obispos, alabo y aliento a las numerosas parejas que, aun encontrando no leves
dificultades, conservan y desarrollan el bien de la indisolubilidad; cumplen
así, de manera útil y valiente, el cometido a ellas confiado de ser un «signo»
en el mundo —un signo pequeño y precioso, a veces expuesto a tentación, pero
siempre renovado— de la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo aman a
todos los hombres y a cada hombre. Pero es obligado también reconocer el valor
del testimonio de aquellos cónyuges que, aun habiendo sido abandonados por el
otro cónyuge, con la fuerza de la fe y de la esperanza cristiana no han pasado
a una nueva unión: también estos dan un auténtico testimonio de fidelidad, de
la que el mundo tiene hoy gran necesidad. Por ello deben ser animados y
ayudados por los pastores y por los fieles de la Iglesia.”
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