Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).

sábado, 28 de octubre de 2017

El «mal intrínseco»: no es lícito hacer el mal para lograr el bien (cf. Rm 3, 8)


“Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas, según la cual sería imposible calificar como moralmente mala según su especie —su «objeto»— la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas.
El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto humano, el cual decide sobre su «ordenabilidad» al bien y al fin último que es Dios. Tal «ordenabilidad» es aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son exactamente los contenidos de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los bienes para la persona que se ponen al servicio del bien de la persona , del bien que es ella misma y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según Santo Tomás, contienen toda la ley natural 130.
 Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del acto humano que se configuran como no-ordenables a Dios, porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos («intrinsece malum»): lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa, y de las circunstancias. Por esto, sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que «existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto» 131. El mismo concilio Vaticano II, en el marco del respeto debido a la persona humana, ofrece una amplia ejemplificación de tales actos: «Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador» 132.
Sobre los actos intrínsecamente malos y refiriéndose a las prácticas contraceptivas mediante las cuales el acto conyugal es realizado intencionalmente infecundo, Pablo VI enseña: «En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (cf. Rm 3, 8), es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social» 133.
 La Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la sagrada Escritura. El apóstol Pablo afirma de modo categórico: «¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios» (1 Co 6, 9-10).
Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos irremediablemente malos, por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: «En cuanto a los actos que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt) —dice san Agustín—, como el robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no serían pecados o —conclusión más absurda aún— que serían pecados justificados?» 134.
Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección.
Por otra parte, la intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la persona con relación a su fin último. Pero los actos, cuyo objeto es no-ordenable a Dios e indigno de la persona humana, se oponen siempre y en todos los casos a este bien. En este sentido, el respeto a las normas que prohíben tales actos y que obligan «semper et pro semper», o sea sin excepción alguna, no sólo no limita la buena intención, sino que hasta constituye su expresión fundamental.
La doctrina del objeto, como fuente de la moralidad, representa una explicitación auténtica de la moral bíblica de la Alianza y de los mandamientos, de la caridad y de las virtudes. La calidad moral del obrar humano depende de esta fidelidad a los mandamientos, expresión de obediencia y de amor. Por esto, —volvemos a decirlo—, hay que rechazar como errónea la opinión que considera imposible calificar moralmente como mala según su especie la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados, prescindiendo de la intención por la cual se hace la elección o por la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas. Sin esta determinación racional de la moralidad del obrar humano, sería imposible afirmar un orden moral objetivo 135 y establecer cualquier norma determinada, desde el punto de vista del contenido, que obligue sin excepciones; y esto sería a costa de la fraternidad humana y de la verdad sobre el bien, así como en detrimento de la comunión eclesial.
 Como se ve, en la cuestión de la moralidad de los actos humanos y particularmente en la de la existencia de los actos intrínsecamente malos, se concentra en cierto sentido la cuestión misma del hombre, de su verdad y de las consecuencias morales que se derivan de ello. Reconociendo y enseñando la existencia del mal intrínseco en determinados actos humanos, la Iglesia permanece fiel a la verdad integral sobre el hombre y, por ello, lo respeta y promueve en su dignidad y vocación. En consecuencia, debe rechazar las teorías expuestas más arriba, que contrastan con esta verdad.
Sin embargo, es necesario que nosotros, hermanos en el episcopado, no nos limitemos sólo a exhortar a los fieles sobre los errores y peligros de algunas teorías éticas. Ante todo, debemos mostrar el fascinante esplendor de aquella verdad que es Jesucristo mismo. En él, que es la Verdad (cf. Jn 14, 6), el hombre puede, mediante los actos buenos, comprender plenamente y vivir perfectamente su vocación a la libertad en la obediencia a la ley divina, que se compendia en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Es cuanto acontece con el don del Espíritu Santo, Espíritu de verdad, de libertad y amor: en él nos es dado interiorizar la ley y percibirla y vivirla como el dinamismo de la verdadera libertad personal: «la ley perfecta de la libertad» (St 1, 25


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