“Así
pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías
teleológicas y proporcionalistas, según la cual sería imposible calificar
como moralmente mala según su especie —su «objeto»— la elección
deliberada de algunos comportamientos o actos determinados prescindiendo de la
intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las
consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas.
El
elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto humano,
el cual decide sobre su «ordenabilidad» al bien y al fin último que es
Dios. Tal «ordenabilidad» es aprehendida por la razón en el mismo ser del
hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones
naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una
dimensión espiritual: éstos son exactamente los contenidos de la ley natural y,
por consiguiente, el conjunto ordenado de los bienes para la persona que
se ponen al servicio del bien de la persona , del bien que es ella
misma y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los mandamientos, los
cuales, según Santo Tomás, contienen toda la ley natural 130.
Ahora bien, la razón testimonia que existen
objetos del acto humano que se configuran como no-ordenables a Dios,
porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son
los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente
malos («intrinsece malum»): lo son siempre y por sí mismos, es decir, por
su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa, y
de las circunstancias. Por esto, sin negar en absoluto el influjo que sobre la
moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia
enseña que «existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las
circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto» 131. El
mismo concilio Vaticano II, en el marco del respeto debido a la persona humana,
ofrece una amplia ejemplificación de tales actos: «Todo lo que se opone a la
vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la
eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la
persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales,
incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad
humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos
arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de
blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las
que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas
libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente
oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los
practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al
honor debido al Creador» 132.
Sobre
los actos intrínsecamente malos y refiriéndose a las prácticas contraceptivas
mediante las cuales el acto conyugal es realizado intencionalmente infecundo,
Pablo VI enseña: «En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin
de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun
por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (cf. Rm 3,
8), es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es
intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque
con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o
social» 133.
La Iglesia, al enseñar la existencia de actos
intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la sagrada Escritura. El apóstol Pablo
afirma de modo categórico: «¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras,
ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni
los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el
reino de Dios» (1 Co 6, 9-10).
Si
los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas
circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden
suprimirla: son actos irremediablemente malos, por sí y en sí mismos
no son ordenables a Dios y al bien de la persona: «En cuanto a los actos que
son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt) —dice san Agustín—,
como el robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién
osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no serían
pecados o —conclusión más absurda aún— que serían pecados justificados?» 134.
Por
esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto
intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto
o justificable como elección.
Por
otra parte, la intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la persona
con relación a su fin último. Pero los actos, cuyo objeto es no-ordenable a
Dios e indigno de la persona humana, se oponen siempre y en todos los
casos a este bien. En este sentido, el respeto a las normas que prohíben tales
actos y que obligan «semper et pro semper», o sea sin excepción alguna, no
sólo no limita la buena intención, sino que hasta constituye su expresión
fundamental.
La doctrina
del objeto, como fuente de la moralidad, representa una explicitación
auténtica de la moral bíblica de la Alianza y de los mandamientos, de la
caridad y de las virtudes. La calidad moral del obrar humano depende de esta
fidelidad a los mandamientos, expresión de obediencia y de amor. Por esto,
—volvemos a decirlo—, hay que rechazar como errónea la opinión que considera
imposible calificar moralmente como mala según su especie la elección
deliberada de algunos comportamientos o actos determinados, prescindiendo de la
intención por la cual se hace la elección o por la totalidad de las
consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas.
Sin esta determinación racional de la moralidad del obrar humano, sería
imposible afirmar un orden moral objetivo 135 y
establecer cualquier norma determinada, desde el punto de vista del contenido,
que obligue sin excepciones; y esto sería a costa de la fraternidad humana y de
la verdad sobre el bien, así como en detrimento de la comunión eclesial.
Como se ve, en la cuestión de la moralidad de
los actos humanos y particularmente en la de la existencia de los actos
intrínsecamente malos, se concentra en cierto sentido la cuestión misma
del hombre, de su verdad y de las consecuencias morales que se
derivan de ello. Reconociendo y enseñando la existencia del mal intrínseco en
determinados actos humanos, la Iglesia permanece fiel a la verdad integral
sobre el hombre y, por ello, lo respeta y promueve en su dignidad y vocación.
En consecuencia, debe rechazar las teorías expuestas más arriba, que contrastan
con esta verdad.
Sin
embargo, es necesario que nosotros, hermanos en el episcopado, no nos limitemos
sólo a exhortar a los fieles sobre los errores y peligros de algunas teorías
éticas. Ante todo, debemos mostrar el fascinante esplendor de aquella verdad
que es Jesucristo mismo. En él, que es la Verdad (cf. Jn 14, 6), el
hombre puede, mediante los actos buenos, comprender plenamente y vivir
perfectamente su vocación a la libertad en la obediencia a la ley divina, que
se compendia en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Es cuanto acontece
con el don del Espíritu Santo, Espíritu de verdad, de libertad y amor: en él
nos es dado interiorizar la ley y percibirla y vivirla como el dinamismo de la
verdadera libertad personal: «la ley perfecta de la libertad» (St 1, 25
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