Las dinámicas morales de
la búsqueda universal de la libertad han aparecido claramente en Europa central
y oriental con las revoluciones no violentas de 1989. Aquellos históricos
acontecimientos, acaecidos en tiempos y lugares determinados, han ofrecido, no
obstante, una lección que va más allá de los confines de un área geográfica
específica. Las revoluciones no violentas de 1989 han demostrado que la
búsqueda de la libertad es una exigencia ineludible que brota del
reconocimiento de la inestimable dignidad y valor de la persona humana, y
acompaña siempre el compromiso en su favor. El totalitarismo moderno ha sido,
antes que nada, una agresión a la dignidad de la persona, una agresión que ha
llegado incluso a la negación del valor inviolable de su vida. Las revoluciones
de 1989 han sido posibles por el esfuerzo de hombres y mujeres valientes, que
se inspiraban en una visión diversa y, en última instancia, más profunda y
vigorosa: la visión del hombre como persona inteligente y libre, depositaria de
un misterio que la transciende, dotada de la capacidad de reflexionar y de
elegir y, por tanto, capaz de sabiduría y de virtud. Decisiva, para el éxito de
aquellas revoluciones no violentas, fue la experiencia de la solidaridad
social: Ante regímenes sostenidos por la fuerza de la propaganda y del terror,
aquella solidaridad constituyó el núcleo moral del "poder de los no
poderosos", fue una primicia de esperanza y es un aviso sobre la
posibilidad que el hombre tiene de seguir, en su camino a lo largo de la historia,
la vía de las más nobles aspiraciones del espíritu humano.
(…)
La búsqueda de la libertad en la segunda mitad
del Siglo XX ha comprometido no sólo a los individuos, sino también a las
naciones. A cincuenta años del final de la Segunda Guerra mundial es importante
recordar que aquel conflicto tuvo su origen en violaciones de los derechos de
las naciones. Muchas de ellas sufrieron tremendamente por la única razón de ser
consideradas "otras". Crímenes terribles fueron cometidos en nombre
de doctrinas nefastas, que predicaban la "inferioridad" de algunas
naciones y culturas. En un cierto sentido se puede decir que la Organización de
las Naciones Unidas nació de la convicción de que semejantes doctrinas eran
incompatibles con la paz; y el esfuerzo de la Carta por "preservar a las
generaciones venideras del flagelo de la guerra" (Preámbulo) implicaba
seguramente el compromiso moral de defender a cada nación y cultura de
agresiones injustas y violentas.
Por desgracia, incluso después del final de la
Segunda Guerra mundial los derechos de las naciones han continuado siendo
violados. Por poner sólo algunos ejemplos, los Estados Bálticos y amplios
territorios de Ucrania y Bielorrusia fueron absorbidos por la Unión Soviética,
como había sucedido ya con Armenia, Azerbaiyán y Georgia en el Cáucaso.
Contemporáneamente, las llamadas "democracias populares" de Europa
central y oriental perdieron de hecho su soberanía y se les exigió someterse a
la voluntad que dominaba el bloque entero. El resultado de esta división
artificial de Europa fue la "guerra fría", es decir, una situación de
tensión internacional en la que la amenaza del holocausto nuclear estaba
suspendida sobre la cabeza de la humanidad. Sólo cuando se restableció la
libertad para las naciones de Europa central y oriental, la promesa de paz, que
debería haber llegado con el final de la guerra, comenzó a concretarse para
muchas de las víctimas de aquel conflicto.
Del
discurso del Beato Juan Pablo II a la Quincuagésima Asamblea General de las
Naciones Unidas - Nueva York, 5 de
octubre de 1995)
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