Me
permití “robar” un trozo del escrito de Giovanni Marchesi S.J. titulado La
ciencia de la cruz en Edith Stein, que cubre las diferentes etapas de su
conversión. El artículo es bastante más extenso y comienza con el anuncio del Papa Juan Pablo
II nombrándola a la santa Edith Stein como una de las tres nuevas patronas del
continente europeo y termina con la maduración de su convencimiento
que “Se llega a
poseer una scientia Crucis únicamente cuando se experimenta hasta el fondo la cruz.
Estaba convencida de esto desde el primer instante, porque he dicho de todo
corazón: ave, Crux, spes unica”
Precisamente
el ambiente de estudio de Gottinga, con las frecuentaciones intelectuales y las
amistades que Edith Stein pudo cultivar allí, le ofreció el primer contacto
directo con las temáticas de la fe cristiana, y específicamente de la Iglesia
Católica. Max Scheler y Anne Reinach, esposa del gran fenomenólogo Adolf
Reinach, fueron ocasión directa para dicho contacto. En esos años, Max Scheler,
que competía intelectualmente con Husserl en cuanto a la paternidad de la
fenomenología, ofrecía conferencias públicas en Gottinga, a las cuales asistía
Edith Stein con especial interés, además porque el filósofo abordaba el tema de
laEinfühlung, en la cual ella comenzaba a interesarse dada su tesis para
el doctorado. Scheler se presentaba como un puro “fenómeno de la genialidad”:
“De sus grandes ojos azules emanaba el esplendor de un mundo superior. (...)
Para mí, como para muchos otros, su influencia en esos años adquirió
importancia incluso más allá del ámbito filosófico”; él hablaba “con insistente
eficacia, con auténtica vivacidad dramática”. En ese período, Scheler
practicaba el catolicismo (también los esposos Husserl habían pasado del
hebraísmo al cristianismo). Escuchando las conferencias de Scheler, que
expresaba muchas ideas católicas y “sabía divulgarlas haciendo uso de su
brillante inteligencia y habilidad lingüística”, se abre un mundo desconocido
por primera vez en la vida para la joven Edith, cada vez más interesada en la
verdad. Si bien en ese momento no llegó a la fe, al procurar, como buena
fenomenóloga, reflexionar sobre cada cosa con una mirada libre de prejuicios y
sin “anteojeras”, comienza a interesarse en los asuntos religiosos: “Los
límites de los prejuicios racionalistas, en medio de los cuales había crecido
sin saberlo, cayeron, y el mundo de la fe apareció repentinamente ante mí”. La
joven estudiante de filosofía se siente “paulatinamente transformada”.
El primer verdadero encuentro con la verdad cristiana, y específicamente con el misterio de la Cruz, Edith Stein lo vive con ocasión de la muerte del profesor Adolf Reinach, “el ángel bueno” que la había puesto a salvo de las dificultades interiores cuando se devanaba los sesos con el problema de la Einfühlung y que con sus consejos y reflexiones logró liberarla del tedio de la vida. En noviembre de 1917, Reinach, brazo derecho de Husserl en Gottinga, muere en Flandes, en el frente de batalla. Los amigos fenomenólogos están consternados. Para Edith Stein es un trauma, ya que con Reinach, más que un maestro, siente que ha perdido un amigo y confidente. Le produce casi temor el encuentro con la joven viuda tan duramente sometida a prueba, que le solicita poner orden en los escritos filosóficos de su marido. Al leer los Apuntes sobre una filosofía de la religión de Reinach, con hermosas páginas proyectadas hacia el catolicismo, y al constatar, con asombro, la fuerza que la joven viuda recibía de la fe cristiana, Edith Stein se siente perturbada y no está tan segura de su ateísmo. Más tarde confía: “Ése fue mi primer encuentro con la Cruz, mi primera experiencia de la fuerza divina que emana de la Cruz y se comunica a quienes la adoptan. Por primera vez me fue dado contemplar en toda su luminosa realidad la Iglesia nacida de la pasión salvadora de Cristo, en su triunfo sobre el aguijón de la muerte. Fue el instante en que se derrumbó mi incredulidad, palideció el hebraísmo y Cristo se irguió radiante ante mi mirada: ¡Cristo en el misterio de su Cruz!”.
Anteriormente, otro episodio ocasional la había impresionado especialmente. Al entrar con una amiga a la catedral de Frankfurt, observó a una mujer del pueblo arrodillada en un banco para pronunciar una breve oración, con la bolsa de las compras en las manos. “Para mí era algo totalmente nuevo. En las sinagogas y las iglesias protestantes que había visitado, la gente asistía a las funciones religiosas; ahí, en cambio, alguien había entrado en la iglesia vacía en medio de sus tareas cotidianas, como si fuera a un coloquio confidencial. Jamás pude olvidarlo”. El encuentro con la fe se vuelve difícil y problemático. En el artículo Causalidad psíquica, publicado en 1922, en el quinto volumen de la revista dirigida por Husserl, Jahrbuch für Philosophie und phänomenologische Forschung, hay señales de la lucha interior que sostiene en esos años. Edith Stein parece centrada en su propia experiencia, al enfrentar de pronto la temática religiosa, que altera sus planos, cuando escribe: “Me niego por tanto aceptar la fe pura y simple y no le permito obrar con eficacia”. Más adelante, en el mismo ensayo, extenso como un libro, anota: “Existe un estado de reposo en Dios, de total aflojamiento de toda actividad espiritual, en el cual no se hacen más planes, no se toman decisiones y además de no actuar, uno entrega todo cuanto es propio del futuro a la voluntad divina y se “abandona” totalmente al “destino”. Este estado lo he vivido en parte yo misma, después de ocurrir un hecho que superó mis fuerzas absorbiendo completamente las energías espirituales de mi vida y despojándome de toda actividad. El reposo en Dios, en cuanto debilitamiento de la actividad por falta de fuerza vital, es algo totalmente nuevo y especial. El debilitamiento se caracterizaba por un silencio mortal, en cuyo lugar se presenta ahora una sensación de seguridad” y “cuando uno se abandona a este sentimiento, comienza a llenarse paulatinamente de nueva vida y siente un impulso hacia una nueva actividad, pero sin esfuerzo alguno de la voluntad”. Por último, en la segunda parte del mismo ensayo, titulada “Individuo y comunidad”, Stein parece fotografiar el camino de profunda purificación que está viviendo su alma: si en el plano interior “se produce una transformación, ésta no se considera resultado de un desarrollo, sino más bien una conversión debida a una fuerza sobrenatural o una fuerza situada fuera de la persona y fuera de todos los nexos con los cuales la misma está ligada”.
La
circunstancia aparentemente casual de este repentino milagro de la gracia, que
redunda en una transformación de la persona de Edith Stein, es la lectura
ocasional de la Autobiografía de Santa Teresa de Avila en casa
de sus grandes amigos, los esposos Conrad-Martius (verano de 1921, en
Bergzabern): “Sin elegir, tomé el primer libro que cayó en mis manos. Era un
gran volumen titulado Vida de Santa Teresa de Ávila escrita por ella
misma. Comencé a leerlo y me absorbió de tal manera que no lo interrumpí
hasta llegar al final. Al cerrarlo, tuve que confesarme a mí misma: “Ésta es la
verdad”. Como dirá más tarde, desde los años intensos de estudio filosófico en
Gottinga, “mi anhelo de verdad era una plegaria única”; “quien busca la verdad
busca a Dios, sépalo o no”. Esa misma mañana, en Bergzabern, compra un
catecismo y un pequeño misal, casi intuyendo la necesidad de conjugar en
armonía la fe y la espiritualidad cristiana: la inseparabilidad entre fe y
vida, entre lex credendi y lex orandi.
El 21 de enero de 1922, Edith Stein recibe el bautismo, siendo Hedwig Conrad-Martius su madrina. Era difícil comunicar en ese momento a la madre que se había convertido al catolicismo. Algunos días después, yendo a visitar a su familia, la atea convertida a la fe cristiana le dice con dulzura: “Mamá, soy católica”. En vez del esperado reproche, se produce un silencio sepulcral, que sólo se rompe con el llanto de ambas. Las dos pasan la noche en vela. Inmediatamente después de la conversión, Edith Stein aspira a entrar en el Carmelo, abandonando de inmediato la investigación científica, la carrera académica y los sueños de gloria. El vicario general de Spira, donde el 2 de febrero recibe el sacramento de la confirmación, y el sacerdote jesuita Erich Przywara, el gran filósofo de la Analogia entis, la convencen de que en ese momento no tome semejante decisión. Edith Stein entrará después al Carmelo de Lindenthal (Colonia), el 14 de octubre de 1933. En ese mismo monasterio, es bautizada en la Navidad de 1936 la hermana Rosa, católica desde hace ya algún tiempo en su disposición de ánimo. También en esa circunstancia se presentó el problema de dar a conocer el hecho a la madre, por la cual siempre conservó un tierno afecto.
“El último día que estuve en casa fue el 12 de octubre (1933), día de mi cumpleaños -escribirá Edith Stein el 18 de diciembre de 1938-, y también era una fiesta hebrea, la clausura de la fiesta de los Tabernáculos. Mi madre participó en el servicio, en la sinagoga de la escuela de los rabinos, y la acompañé porque ambas deseábamos estar juntas todo ese día”. Al regresar a pie, la madre anciana (84 años) preguntó a la hija: “¿No era hermosa la prédica?”. “Sí”. “¿Se puede entonces ser religiosos también como hebreos?”. “Por supuesto, si no se ha conocido otra cosa”. Entonces respondió desesperada: “¿Y tú porque la conociste? Nada digo en tu contra. Ciertamente habrá sido un hombre muy bueno, ¿pero por qué se hizo Dios?”. En cartas escritas en los días o meses siguientes a su entrada al Carmelo, Edith Stein señala con gran dolor la reacción negativa de la madre ante su opción de vida: “Las últimas semanas en casa y el momento de la separación fueron muy dolorosos. Fue imposible hacer que la mamá fuera un poco comprensiva. Se mantuvo en su rigidez e incomprensión y yo partí únicamente con la fe en la gracia de Dios y en la fuerza de nuestra oración”“; “Mi madre se opone aun con todas sus fuerzas a la decisión que estoy a punto de tomar. Es dura tarea presenciar el dolor y el conflicto de conciencia de una madre sin poderla ayudar con medios humanos”.
Contrariamente a lo que pensaba su madre, al convertirse a la fe católica, Edith Stein redescubrió en lo más profundo de sí misma sus raíces hebraicas, teniendo ahora conciencia de pertenecer enteramente a la estirpe de Cristo en el espíritu y la sangre. Se regocijaba interiormente al pensar que en sus venas corría la misma sangre de Jesús y María: “Usted no puede entender lo que significa para mí el hecho de que María, la Madre de Dios, haya sido hebrea”, dijo un día a otra religiosa de Echt. Sor Teresa Benedicta confiaba reflexiones análogas al sacerdote jesuita Peter Hirschmann:”No puede usted imaginar lo que significa para mí ir a la capilla en la mañana y al ver el tabernáculo y la imagen de María, decir en mi interior “Eran de nuestra sangre” “; “Usted no puede creer lo que significa para mí ser hija del pueblo elegido y pertenecer a Cristo no sólo espiritualmente, sino también por el parentesco de sangre”. San Ignacio de Loyola, en su arrojo místico, hubiera deseado nacer “judío” para poder estar más cerca del Señor o “parecerse” más a El. Ese deseo no satisfecho de Ignacio fue para Edith un don de la naturaleza y la gracia.”
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Santa Teresa Benedicta de la Cruz
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