Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).

martes, 7 de marzo de 2023

El coloquio de Cristo con Nicodemo

 

(Michelangelo: Pieta, Firenze)

“Jesús tiene ante sí a un escriba, un perito en la Escritura, un miembro del Sanedrín y, al mismo tiempo, un hombre de buena voluntad. Por esto decide encaminarlo al misterio de la cruz. Recuerda, pues, en primer lugar, que Moisés levantó en el desierto la serpiente de bronce durante el camino de 40 años de Israel desde Egipto a la Tierra Prometida. Cuando alguno a quien había mordido la serpiente en el desierto, miraba aquel signo, quedaba con vida (cf. Núm 21, 4-9). Este signo, que era la serpiente de bronce, preanunciaba otra Elevación: «Es preciso —dice, desde luego, Jesús— que sea levantado el Hijo del hombre» —y aquí habla de la elevación sobre la cruz—«para que todo el que creyere en El tenga la vida eterna» (Jn 3, 14-15). ¡La cruz: ya no sólo la figura que preanuncia, sino la Realidad misma de la salvación!

Y he aquí que Cristo explica hasta el fondo a su interlocutor, estupefacto pero al mismo tiempo pronto a escuchar y a continuar el coloquio, el significado de la cruz:

«Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16).

 

La cruz es una nueva revelación de Dios. Es la revelación definitiva. En el camino del pensamiento humano, en el camino del conocimiento de Dios, se realiza un vuelco radical. Nicodemo, el hombre noble y honesto, y al mismo tiempo discípulo y conocedor del Antiguo Testamento, debió sentir una sacudida interior. Para todo Israel Dios era sobre todo Majestad y Justicia. Era considerado como Juez que recompensa o castiga. Dios, de quien habla Jesús, es Dios que envía a su propio Hijo no «para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por El» (Jn 3, 17). Es Dios del amor, el Padre que no retrocede ante el sacrificio del Hijo para salvar al hombre…”.

 

“¿Qué es la gracia? «Es un don de Dios». El don que se explica con su amor. El don está allí donde está el amor. Y el amor se revela mediante la cruz. Así dijo Jesús a Nicodemo. El amor, que se revela mediante la cruz, es precisamente la gracia. En ella se desvela el más profundo rostro de Dios. El no es sólo el juez. Es Dios de infinita majestad y de extrema justicia. Es Padre, que quiere que el mundo se salve; que entienda el significado de la cruz. Esta es la elocuencia más fuerte del significado de la ley y de la pena. Es la palabra que habla de modo diverso a las conciencias humanas. Es la palabra que obliga de modo diverso a las palabras de la ley y a la amenaza de la pena. Para entender esta palabra es preciso ser un hombre transformado. El de la gracia y de la verdad. ¡La gracia es un don que compromete! ¡El don de Dios vivo, que compromete al hombre para la vida nueva! Y precisamente en esto consiste ese juicio del que habla también Cristo a Nicodemo: la cruz salva y, al mismo tiempo, juzga. Juzga diversamente. Juzga más profundamente. «Porque todo el que obra el mal, aborrece la luz»... —¡precisamente esta luz estupenda que emana de la cruz!—. «Pero el que obra la verdad viene a la luz» (Jn 3, 20-21). Viene a la cruz. Se somete a las exigencias de la gracia. Quiere que lo comprometa ese inefable don de Dios. Que forje toda su vida. Este hombre oye en la cruz la voz de Dios, que dirige la palabra a los hijos de esta tierra nuestra, del mismo modo que habló una vez a los desterrados de Israel mediante Ciro, rey de Persia, con la invocación de esperanza. La cruz es invocación de esperanza.”

 

(de la homilia de San Juan Pablo II - visita pastoral a la parroquia romana Santa Cruz en Jerusalén - 25 de marzo de 1979)  

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