«Un
hombre tenía dos hijos. El más joven dijo al padre: "Padre, dame la parte
de herencia que me corresponde", dice Jesús poniendo al vivo la dramática
vicisitud de aquel joven: la azarosa marcha de la casa paterna, el despilfarro
de todos sus bienes llevando una vida disoluta y vacía, los tenebrosos días de
la lejanía y del hambre, pero más aún, de la dignidad perdida, de la
humillación y la vergüenza y, finalmente, la nostalgia de la propia casa, la
valentía del retorno, la acogida del Padre. Este, ciertamente no había olvidado
al hijo, es más, había conservado intacto su afecto y estima. Siempre lo había
esperado y ahora lo abraza mientras hace comenzar la gran fiesta por el regreso
de «aquel que había muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido encontrado».
El hombre —todo hombre— es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde el fondo de la propia miseria por el deseo de volver a la comunión con el Padre. Como el padre de la parábola, Dios anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa para el banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación.
Lo que más destaca en la parábola es la acogida festiva y amorosa del padre al hijo que regresa: signo de la misericordia de Dios, siempre dispuesto a perdonar. En una palabra: la reconciliación es principalmente un don del Padre celestial.
Pero
la parábola pone en escena también al hermano mayor que rechaza su puesto en el
banquete. Este reprocha al hermano más joven sus descarríos y al padre la acogida
dispensada al hijo pródigo mientras que a él, sobrio y trabajador, fiel al
padre y a la casa, nunca se le ha permitido —dice— celebrar una fiesta con los
amigos. Señal de que no ha entendido la bondad del padre. Hasta que este
hermano, demasiado seguro de sí mismo y de sus propios méritos, celoso y
displicente, lleno de amargura y de rabia, no se convierta y no se reconcilie
con el padre y con el hermano, el banquete no será aún en plenitud la fiesta
del encuentro y del hallazgo.
El hombre —todo hombre— es también este hermano mayor. El egoísmo lo hace ser celoso, le endurece el corazón, lo ciega y lo hace cerrarse a los demás y a Dios. La benignidad y la misericordia del Padre lo irritan y lo enojan; la felicidad por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo[21]. También bajo este aspecto él tiene necesidad de convertirse para reconciliarse.
La parábola del hijo pródigo es, ante todo, la inefable historia del gran amor de un padre —Dios— que ofrece al hijo que vuelve a Él el don de la reconciliación plena. Pero dicha historia, al evocar en la figura del hermano mayor el egoísmo que divide a los hermanos entre sí, se convierte también en la historia de la familia humana: señala nuestra situación e indica la vía a seguir.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario