Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).

lunes, 21 de mayo de 2018

La vida es siempre un bien



« Llamados... a reproducir la imagen de su Hijo » (Rm 8, 28-29): la gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre
34. La vida es siempre un bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender.
¿Por qué la vida es un bien? La pregunta recorre toda la Biblia, y ya desde sus primeras páginas encuentra una respuesta eficaz y admirable. La vida que Dios da al hombre es original y diversa de la de las demás criaturas vivientes, ya que el hombre, aunque proveniente del polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7; 3, 19; Jb 34, 15; Sal 103 102, 14; 104 103, 29), es manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gn 1, 26-27; Sal 8, 6). Es lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyon con su célebre definición: « el hombre que vive es la gloria de Dios ».23 Al hombre se le ha dado una altísima dignidad, que tiene sus raíces en el vínculo íntimo que lo une a su Creador: en el hombre se refleja la realidad misma de Dios.
Lo afirma el libro del Génesis en el primer relato de la creación, poniendo al hombre en el vértice de la actividad creadora de Dios, como su culmen, al término de un proceso que va desde el caos informe hasta la criatura más perfecta. Toda la creación está ordenada al hombre y todo se somete a él: « Henchid la tierra y sometedla; mandad... en todo animal que serpea sobre la tierra » (1, 28), ordena Dios al hombre y a la mujer. Un mensaje semejante aparece también en el otro relato de la creación: « Tomó, pues, el Señor Dios al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase » (Gn 2, 15). Así se reafirma la primacía del hombre sobre las cosas, las cuales están destinadas a él y confiadas a su responsabilidad, mientras que por ningún motivo el hombre puede ser sometido a sus semejantes y reducido al rango de cosa.
En el relato bíblico, la distinción entre el hombre y las demás criaturas se manifiesta sobre todo en el hecho de que sólo su creación se presenta como fruto de una especial decisión por parte de Dios, de una deliberación que establece un vínculo particular y específico con el Creador: « Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra » (Gn 1, 26). La vida que Dios ofrece al hombre es un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura.
Israel se peguntará durante mucho tiempo sobre el sentido de este vínculo particular y específico del hombre con Dios. También el libro del Eclesiástico reconoce que Dios al crear a los hombres « los revistió de una fuerza como la suya, y los hizo a su imagen » (17, 3). Con esto el autor sagrado manifiesta no sólo su dominio sobre el mundo, sino también las facultades espirituales más características del hombre, como la razón, el discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre: « De saber e inteligencia los llenó, les enseñó el bien y el mal » (Si 17, 6). La capacidad de conocer la verdad y la libertad son prerrogativas del hombre en cuanto creado a imagen de su Creador, el Dios verdadero y justo (cf. Dt 32, 4). Sólo el hombre, entre todas las criaturas visibles, tiene « capacidad para conocer y amar a su Creador ».24 La vida que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el tiempo. Es tensión hacia una plenitud de vida, es germen de un existencia que supera los mismos límites del tiempo: « Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza » (Sb 2, 23).

(De la EnciclicaEvangelium Vitae del Papa Juan Pablo II)


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