(Svidercoschi) Ahora
se podrá entender mejor porque, siendo ya Papa, Karol Wojtyla fue a Oswiecim
(Auschwitz) a decir: «No podía dejar de venir aquí». Y por que hizo lo que, en
dos mil años de historia, no había hecho jamás ningún jefe de la Iglesia católica:
entrar en una sinagoga. Cumpliendo un gesto histórico de solidaridad y de
reparación hacia todos los judíos, los de todas las épocas.
(Dziwisz) En febrero de 1981 el Santo Padre
fue a haer una visita pastoral a una parroquia romana, San Carlos en Catinari.
Como no estaba muy lejos del barrio del gueto, se organizó un encuentro entre
el Papa y el rabino, Elio Toaff, en la sacristía. Todo muy privado, muy breve,
pero también por primera veza. El hielo ya estaba roto.
Cinco años después,
siempre en febrero, Juan Pablo II estaba hablando con sus colaboradores,
durante la comida, sobre un futuro viaje a Estados Unidos. El arzobispo de Los
Angeles le había propuesto al Pontífice que visitara la sinagoga de la ciudad.
Al llegar a ese punto, alguien saltó «Santo Padre, porque no empieza por su diócesis»)?
Y así, comenzó
por Roma. Satisfaciendo un deseo que, por otro lado, Juan Pablo II alimentaba
desde hacia tiempo.
Hacía falta un
Papa como él, hijo de una nación que también había experimentado trágicamente
la barbarie de la guerra y de los campos de concentración, para repetir las afirmaciones
del Concilio contra la Shoá, contra el antisemitismo. Afirmaciones que, hechas allí,
en la sinagoga de Roma, asumían sin embargo un valor rompedor…
Es verdad. Hacía
falta un Papa como él, con su historia, para hablar de forma creíble acerca de las
raíces hebreas del cristianismo, para recordar y volver a proponer la unión espiritual
que une indeleblemente a judíos y cristianos.
Hacía falta un
Papa como él, que siempre ha considerado el catolicismo en la misma línea del Antiguo
Testamento, y así lo ha vivido siempre, para rezar junto a los hermanos mayores,
como los ha llamado, aludiendo a su fe, a su gran amor por las Sagradas
Escrituras.
Y para el santo
Padre, al final de la visita, no podía haber mejor resultado que las palabras
que le dirigió el rabino Toaff en el coloquio privado, extraoficialmente: «Los judíos
os estamos muy agradecidos a los católicos porque habéis difundido por el mundo
la idea del Dios monoteísta.»
Por fin, judíos y
cristianos, podían comenzar a caminar juntos. Aunque no sin dificultades y controversias.
Como cuando se abrió un convento de carmelitas en Oswiecim (Auschwitz). O ante
las críticas por parte de los judíos a las reticencias (o a lo que juzgaron
como tales) de los documentos vaticanos a la hora de reconsiderar la historia
pasada, especialmente el pontificado de
Pio XII y sus presuntos «silencios».
Pero Juan Pablo II
siempre conseguía acallar las críticas con palabras contundentes, definitivas.
Admitiendo la excesiva blandura de la resistencia e spiritual de muchos
cristianos ante el nazismo. Rubricando lo irrevocable de la elección divina del
pueblo judío, y el carácter único y especifico de la Shoá.
Hasta que al
fin, durante el Jubileo de 2000, llego el momento de la peregrinación a Tierra
Santa.
Cuando entramos
en el mausoleo de Yad Vashem, comprendí por la emoción que se leía en su rostro
por que el Santo Padre tenía tanto interés en realizar esa visita. Y creo que
ea emoción era solo una ínfima parte de
los sentimientos que experimentaba por dentro. Y que compartía con sus amigos judíos,
que estaban a su lado.
Quizá, digo,
porque sólo lo imagino, quizá el Santo Padre, sintiendo que se aproximaba el
fin, pensaba que no había hecho lo suficiente para honrar a las víctimas de la Shoá,
para condenar todo cuanto (hombres e ideología) había originado aquella
tragedia. Y por eso esperaba con impaciencia el momento de entrar en el
Memorial para rezar una oración en memoria de los seis millones de judíos asesinados solo porque eran judíos. Y
entre esos seis millones, una cifra estremecedora: casi un millón y medio de
niños.
Y allí, con
aquel peso terrible encima, la osa más justa que se podía hacer fue, como hizo
el Santo Padre, reducirlas palabras al máximo y dejar, en cambio que «hablase»
el silencio. El silencio del corazón. El silencio de la memoria.
En ese momento,
como si quisiera apoyarlo y expresarle que entendía perfectamente lo que estaba
sintiendo, el primer ministro israelí, Ehud Barak, se acerco al Papa: «No
hubiera podido decir usted más de lo que ha dicho!»
Y ahora,
siguiendo el hilo de los recuerdos, quisiera rememorar otro gran gesto del
Santo Padre. No un gesto dirigido a los medios, no un gesto público, sino un
gesto que nacia de su profunda fe. Hablo de la visita al Muro de las Lamentaciones.
El Santo Padre
leyó en voz baja el folleto que tenia entre las manos: era la petición de perdón
al pueblo judío que ya había sido leída en San Pedro y que el había querido llevar
allí. Avanzo unos pasos y metió la pequeña hoja de papel en una de las
hendiduras del Muro.
Me pregunte qué
significado tendría para los judíos aquella imagen. La respuesta la obtuve
pocos días después, leyendo un periódico. Había una declaracion de Elie Wiesel,
judío. Premio Noble de la Paz: «Cuando era pequeño me daba miedo pasar delante
de una iglesia, ahora todo ha cambiado…»
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