La
tarde del 21 de junio Juan Pablo II llegó a Cracovia, donde le esperaba, en vez
del papamóvil, un coche cerrado, pero él lo rechazó, prefirió subir a un autobús, en el que cruzó las
calles de la ciudad. Una vez en el episcopado, y ya sentado a la mesa, tuvo que
interrumpir la cena para asomarse a la ventana y hablar a los miles de jóvenes
que se habían congregado para saludarlo. También entonces alguien del séquito
papal manifestó su preocupación, argumentando que hubiera sido preferible una
actitud más «contenida».
Al día siguiente, dos millones de personas acudieron al Blonie para asistir a la beatificación de dos grandes figuras polacas: el padre Rafael Kalinowski, carmelita descalzo, y fray AlbertoChmielowski, apóstol entre la gente más humilde, fundador de la orden de los Albertinos. Al final de la misa, mientas la multitud se iba dispersando lentamente, asomaron las banderas de Solidaridad. Aparecieron los helicópteros que, volando a baja altura, pensaban (equivocadamente) que asustarían a la gente, obligándola a echar a correr hacia sus casas. Pero todo se desarrollo con absoluta tranquilidad, ordenadamente, justo como quería el Santo Padre, sin dejar el más mínimo resquicio a las provocaciones.
Para el Santo Padre, si se me permite interpretar su pensamiento, el general era un hombre dotado de inteligencia y de cultura. Demostraba también un cierto patriotismo. Pero, hablando en términos políticos, se inclinaba hacia el este, no hacia el oeste. Para Jaruzelski, todo lo concerniente al futuro de Polonia, cualquier posible solución, pasaba por Moscú, nunca por Occidente.
Por fin, la mañana del 23 de junio, después de haberlo mantenido en secreto hasta el último momento, se produjo el encuentro del Papa con Lech Walesa, trasladado en helicóptero junto a su mujer y cuatro de sus hijos. El lugar del encuentro (elegido por el régimen por su «inaccesibilidad» era un refugio de montaña en las inmediaciones de Zakopane, a los pies de los montes Tatra. Todo había sido preparado ad hoc por los servicios de seguridad; habían diseminado micrófonos por el salón y los camareros habían sido sustituidos por sus propios hombres, especialistas en ese sector.
La
puesta en escena, sin embargo, era tan evidente que el Santo Padre lo advirtió
enseguida. Se llevó a Walesa afuera, al pasillo, y lo invitó a sentarse allí,
en un banco. Quizás también allí había micros, pero de todas formas, si los
escuchaban no pasaba nada. No había ningún problema.
En esos momentos lo de menos eran los discursos, las palabras; lo importante era el hecho en sí, el gesto. Era importante que Juan Pablo II estuviera allí y que se estuviese entrevistando con Walesa. «Solo quiero decirle una cosa: que rezo a diario por usted.». Es decir rezaba a diario por Walesa y por todas las mujeres y los hombres de Solidaridad. Para demostrar a todo el mundo, y sobre todo a los jefes comunistas, que el movimiento estaba vivo y que no constituirá en absoluto un capítulo cerrado.
Aquel viaje terminó con una anécdota peculiar. El presidente del Consejo de Estado, Jablonski, le dijo en privado a Juan Pablo II: «A su llegada, le hemos saludado como el Papa de la paz; dentro de cuatro años saludaremos al Papa de la reconciliación» No se hasta qué punto el general Jaruzelski compartía ese punto de vista.
En cualquier caso, a pesar de las dificultades, el viaje fue un éxito. El Santo Padre supo dar con el tono adecuado para apoyar moralmente a una nación triste, desilusionada, amargada, para mantener con vida a Solidaridad, que, en esos momentos, no existía oficialmente. Y todo esto sin provocar, ni siquiera involuntariamente, desordenes o enfrentamientos.
(Svidercoschi)
Un mes después,
Jaruzelski levantó el estado de sitio y empezó a vaciar las cárceles, hasta
conferir una apariencia de liberalidad al régimen polaco.
Pero aun tenían
que pasar varios años para que Polonia volviese a ser una nación libre. Años
contradictorios, como toda época de transición. Años de terribles sombras y de
luces de esperanza. En 1984 se produjo el feroz asesinato del padre Jerzy
Popieluszko, un valeroso sacerdote, gran defensor de solidaridad y de los
derechos de los trabajadores. Y en junio de 1987 Juan Pablo II regreso por tercera
vez a su patria: «un servicio a la verdad», como él mismo definió aquel viaje,
en el que denuncio el vacío programático que caracterizaba ya al «socialismo histórico».
A partir de ese
momento se inició, justamente, ese impetuoso proceso que, en el giro de dos
años, condujo a la libertad, al regreso de Solidaridad, a la legalidad, al
primer Gobierno no comunista en Europa centro oriental (capitaneado por un católico,
Tadeusz Mazowiecki) y por último a que aquel ex electricista de los astilleros
Lenin de Gdansk fuese elegido presidente de la República.
Polonia, en
definitiva, abrió el camino del gran vuelco que marco el fin del comunismo.
(Stanislaw Dziwisz UNA VIDA CON KAROL,
conversación con Gian Franco Svidercoschi, cap. 22, La Esfera de los Libros,
Madrid, 2008)
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