La
paz debe realizarse en la verdad; debe construirse sobre la justicia; debe
estar animada por el amor; debe hacerse en la libertad (cf. Pacem in terris). Sin un respeto profundo
y generalizado de la libertad, la paz escapa al hombre. No tenemos más que
mirar en derredor nuestro para convencernos. Porque el panorama que se abre
ante nuestros ojos, en este principio de los años ochenta, no se presenta muy
tranquilizador. En efecto, mientras muchos hombres y mujeres, simples
ciudadanos o dirigentes responsables, se preocupan vivamente por la paz —a
veces hasta llegar a la angustia—, sus aspiraciones no se concretizan en una
paz verdadera a causa de la falta de libertad o de la violación de la misma,
como también por la manera ambigua o errónea en la que es ejercida.
Porque
¿cuál puede ser la libertad de unas naciones cuya existencia, aspiraciones y
reacciones están condicionadas por el miedo en vez de la confianza mutua, por
la opresión en vez de la libre búsqueda del bien común? La libertad es herida,
cuando las relaciones entre los pueblos se fundan no sobre el respeto de la
dignidad igual de cada uno, sino sobre el derecho del más fuerte, sobre la
actitud de bloques dominantes y sobre imperialismos militares o políticos. La
libertad de las naciones es herida, cuando se obliga a las pequeñas naciones a
alinearse con las grandes para ver asegurado su derecho a la existencia
autónoma o su supervivencia. La libertad es herida, cuando el diálogo entre
compañeros iguales no es posible a causa de las dominaciones económicas o
financieras ejercidas por las naciones privilegiadas y fuertes.
Y
dentro de una nación, a nivel político, ¿tiene la paz una suerte real, cuando
no está garantizada la libre participación en las decisiones colectivas o el
libre disfrute de las libertades individuales? No hay verdadera libertad
—fundamento de la paz—, cuando todos los poderes están concentrados en manos de
una sola clase social, de una sola raza, de un solo grupo; o cuando el bien
común es confundido con los intereses de un solo partido que se identifica con
el Estado. No hay verdadera libertad, cuando las libertades de los individuos
son absorbidas por una colectividad «negando al mismo tiempo toda trascendencia
al hombre y a su historia personal y colectiva» (Carta Octogesima adveniens, n. 26). La verdadera
libertad está igualmente ausente cuando formas diversas de anarquía erigida en
teoría llevan a rechazar o contestar sistemáticamente toda autoridad,
confinando, en el extremo, con terrorismos políticos o violencias obcecadas,
espontáneas u organizadas. Tampoco existe ya verdadera libertad, cuando la
seguridad interna es erigida en norma única y suprema de las relaciones entre
la autoridad y los ciudadanos, como si ella fuera el único y principal medio de
mantener la paz. No puede ignorarse, en este contexto, el problema de la
represión sistemática o selectiva —acompañada de asesinatos y torturas, de
desapariciones y exilios— de la cual son víctimas tantas personas, incluidos
obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos cristianos comprometidos
en el servicio al prójimo.
(del
Mensaje de Juan Pablo II para la XIV Jornada Mundial de la paz – 1 de enero de1981)
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