(…) El concilio ecuménico Vaticano II fue un don del Espíritu Santo a su Iglesia. Por este motivo sigue siendo un acontecimiento fundamental, no sólo para comprender la historia de la Iglesia en este tramo del siglo, sino también, y sobre todo, para verificar la presencia permanente del Resucitado junto a su Esposa entre las vicisitudes del mundo. Por medio de la asamblea conciliar, con motivo de la cual llegaron a la Sede de Pedro obispos de todo el mundo, se pudo constatar que el patrimonio de dos mil años de fe se había conservado en su autenticidad originaria.
2. Con
el Concilio, la Iglesia vivió, ante todo, una experiencia de fe,
abandonándose a Dios sin reservas, con la actitud de que quien confía y tiene
la certeza de ser amado. Precisamente esta actitud de abandono en Dios se nota
con claridad al hacer un examen sereno de las Actas. Quien quisiera acercarse
al Concilio prescindiendo de esta clave de lectura, no podría penetrar
en su sentido más profundo. Sólo desde una perspectiva de fe el
acontecimiento conciliar se abre a nuestros ojos como un don, cuya riqueza aún
escondida es necesario saber captar.
Vuelven a
nuestra memoria, en esta circunstancia, las significativas palabras de san
Vicente de Lérins: "La Iglesia de Cristo, diligente y cauta custodia
de los dogmas confiados a ella, nunca cambia nada en ellos; nada disminuye,
nada añade; no amputa nada necesario, no añade nada superfluo; no pierde lo que
es suyo, no se apropia de lo que es de otros; por el contrario, con celo,
considerando con fidelidad y sabiduría los antiguos dogmas, tiene como único
deseo perfeccionar y pulir los que antiguamente recibieron una primera forma y
un primer esbozo, consolidar y reforzar los que ya han alcanzado relieve y
desarrollo, custodiar los que ya han sido confirmados y
definidos" (Commonitorium, XXIII).
3. Los
padres conciliares afrontaron un auténtico desafío. Consistía en
tratar de comprender más íntimamente, en un período de rápidos cambios, la
naturaleza de la Iglesia y su relación con el mundo, para realizar la oportuna
actualización ("aggiornamento"). Aceptamos ese desafío ―yo fui uno de
los padres conciliares―, y dimos una respuesta buscando una inteligencia más
coherente de la fe. Lo que hicimos durante el Concilio fue mostrar que
también el hombre contemporáneo, si quiere comprenderse a fondo a
sí mismo, necesita a Jesucristo y a su Iglesia, que permanece en el
mundo como signo de unidad y comunión.
En
realidad, la Iglesia, pueblo de Dios en camino por los senderos de la historia,
es el testimonio perenne de una profecía que, a la vez que
testimonia la novedad de la promesa, hace evidente su realización. El Dios que
hizo la promesa es el Dios fiel que cumple la palabra dada.
¿No es
esto lo que la Tradición que se remonta a los Apóstoles nos permite verificar
diariamente? ¿No estamos en un proceso constante de transmisión de la Palabra
que salva y que ofrece al hombre, dondequiera que se encuentre, el sentido de
su existencia? La Iglesia, depositaria de la Palabra revelada, tiene la misión
de anunciarla a todos.
Esta
misión profética exige tomar la responsabilidad de manifestar lo que la Palabra
anuncia. Debemos presentar signos visibles de la salvación, para que el anuncio
que llevamos se comprenda en su integridad. Anunciar el Evangelio al mundo es
una tarea que los cristianos no pueden delegar a otros. Es una misión que
deriva de la responsabilidad propia de la fe y del seguimiento de Cristo.
El Concilio quiso devolver a todos los creyentes esta verdad
fundamental. (…)
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