En su
audiencia general del 26 de mayo de 1999 el Papa Juan Pablo, en preparación para el jubileo,
sugería meditar en la perspectiva escatológica - Escatología universal: la humanidad en camino hacia el Padre - la meta final de la
historia humana.
(…) El conocido texto
sobre el juicio final, que se halla en el Evangelio de Mateo, comienza con las
palabras: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con
Él, se sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas
las gentes, y separará a unos de otros, como el Pastor separa a las ovejas de
los cabritos” (Mt 25, 31-32). El texto habla luego del
desarrollo del proceso y anuncia la sentencia, la de
aprobación: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado
para vosotros desde la creación del mundo” (Mt 25, 34); y la de
condena: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y
para sus ángeles” (Mt 25, 41).
Jesucristo, que es Hijo
del hombre, es al mismo tiempo verdadero Dios porque tiene el poder divino
de juzgar las obras y las conciencias humanas, y este poder es definitivo y
universal. Él mismo explica por qué precisamente tiene este poder diciendo: “El
Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo su poder de juzgar.
Para que todos honren al Hijo como honran al Padre” (Jn 5, 22-23).
Jesús vincula este
poder a la facultad de dar la Vida. “Como
el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo a los que
quiere les da la vida” (Jn 5, 21). “Así como el Padre tiene la vida
en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo, y le dio poder de
juzgar, por cuanto Él es el Hijo del hombre” (Jn 5, 26-27). Por
tanto, según esta afirmación de Jesús, el poder divino de juzgar ha
sido vinculado a la misión de Cristo como Salvador, como Redentor del
mundo. Y el mismo juzgar pertenece a la obra de la salvación, al orden de la
salvación: es un acto salvífico definitivo. En efecto, el fin del juicio es la
participación plena en la Vida divina como último don hecho al hombre: el
cumplimiento definitivo de su vocación eterna. Al mismo tiempo el
poder de juzgar se vincula con la revelación exterior de la gloria del Padre en
su Hijo como Redentor del hombre. “Porque el Hijo del hombre ha de venir en la
gloria de su Padre... y entonces dará a cada uno según sus obras” (Mt 16,
27). El orden de la justicia ha sido inscrito, desde el principio, en el orden
de la gracia. El juicio final debe ser la confirmación definitiva de esta
vinculación: Jesús dice claramente que “los justos brillarán como el sol en el
reino de su Padre” (Mt 13, 43), pero anuncia también no menos
claramente el rechazo de los que han obrado la iniquidad (cf. Mt 7,
23).
(…)
El poder divino de juzgar
a todos y a cada uno pertenece al Hijo del hombre. El texto clásico en el
Evangelio de Mateo (25, 31-46) pone de relieve en especial el hecho de
que Cristo ejerce este poder no sólo como Dios-Hijo, sino
también como Hombre. Lo ejerce —y pronuncia las sentencias— en
nombre de la solidaridad con todo hombre, que recibe de los otros el bien o el
mal: “Tuve hambre y me disteis de comer” (Mt 25, 35), o bien: “Tuve
hambre y no me disteis de comer” (Mt 25, 42). Una “materia” fundamental
del juicio son las obras de caridad con relación al hombre-prójimo. Cristo se
identifica precisamente con este prójimo: “Cuantas veces hicisteis eso
a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,
40); “Cuando dejasteis de hacer eso..., conmigo dejasteis de hacerlo” (Mt 25,
45).
(…)
Si es verdad que Cristo,
como nos resulta especialmente de los Sinópticos, es juez en el sentido
escatológico, es igualmente verdad que el poder divino de juzgar está
conectado con la voluntad salvífica de Dios que se manifiesta
en la entera misión mesiánica de Cristo, como lo subraya especialmente Juan:
“Yo he venido al mundo para un juicio, para que los que no ven vean y los que
ven se vuelvan ciegos” (Jn 9, 39). “Si alguno escucha mis palabras
y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al
mundo, sino a salvar al mundo” (Jn 12, 47).
(…)
Por desgracia, en este
mismo sentido el hombre ha sido ya condenado, cuando rechaza la
posibilidad que se le ofrece: “el que cree en Él no es juzgado; el que no cree,
ya está juzgado” (Jn 3, 18). No creer quiere decir
precisamente: rechazar la salvación ofrecida al hombre en Cristo (“no
creyó en el nombre del Unigénito Hijo de Dios”: ib.). Es la misma verdad
a la que se alude en la profecía del anciano Simeón, que aparece en el
Evangelio de Lucas cuando anunciaba que Cristo “está para caída y
levantamiento de muchos en Israel” (Lc 2, 34). Lo mismo se
puede decir de la alusión a la “piedra que reprobaron los edificadores” (cf. Lc 20,
17-18).
Pero es verdad de fe que
“el Padre... ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar” (Jn 5,
22). Ahora bien, si el poder divino de juzgar pertenece a Cristo, es signo de
que Él —el Hijo del hombre— es verdadero Dios, porque sólo a Dios
pertenece el juicio y puesto que este poder de juicio está profundamente unido
a la voluntad de salvación, como nos resulta del Evangelio, este poder es una
nueva revelación del Dios de la Alianza, que viene a
los hombres como Emmanuel, para librarlos de la esclavitud del
mal. Es la revelación cristiana del Dios que es Amor.
Queda así corregido ese
modo demasiado humano de concebir el juicio de Dios, visto sólo como fría
justicia, o incluso como venganza. En realidad, dicha expresión, que tiene una
clara derivación bíblica, aparece como el último anillo del amor de Dios. Dios
juzga porque ama y en vistas al amor. El juicio que el Padre confía a Cristo es
según la medida del amor del Padre y de nuestra libertad.
Invito
visitar posts anteriores:
El «cielo» – como plenitud de intimidad con Dios
El purgatorio:purificación necesaria para el encuentro con Dios
El infierno como rechazo definitivo de Dios
Juicio, arrepentimiento y misericordia
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