(…) En la fiesta de Navidad leemos que los
pastores de Belén fueron convocados los primeros al pesebre a ver al recién
nacido: “Fueron con presteza y encontraron a María, a José y al Niño acostado
en un pesebre” (Lc 2, 16).
Detengámonos en ese “encontraron”. Esta palabra
indica búsqueda. En efecto, los pastores de Belén, cuando se pusieron a
descansar con su rebaño, no sabían que había llegado el tiempo
en que iba a acontecer lo que habían anunciado desde hacía siglos los Profetas
del pueblo al que ellos mismos pertenecían; y que iba a tener cumplimiento
precisamente aquella noche; y que se realizaría en las proximidades del lugar
donde se hallaban. Incluso después de despertarse del sueño en que estaban
sumidos, no sabían ni qué había ocurrido ni dónde había
ocurrido. Su llegada a la gruta de la Natividad era el resultado de una
búsqueda. Pero al mismo tiempo habían sido llevados y conducidos —según leemos—
por la voz y la luz. Y si nos remontamos más en el pasado, los vemos guiados
por la tradición de su pueblo, por su espera. Sabemos que Israel habla recibido
la promesa del Mesías.
Y he aquí que el Evangelio habla de los
sencillos, los modestos, los pobres de Israel: de los pastores que fueron los
primeros en encontrarle. Además, habla con toda sencillez, como si se tratara
de un acontecimiento “exterior”; han buscado dónde podría estar y finalmente lo
han encontrado. A la vez, este “encontraron” de Lucas, indica una dimensión
interior, lo que se verificó en los hombres la noche de Navidad, en
aquellos sencillos pastores de Belén: “Encontraron a María, a José y al Niño acostado
en un pesebre”, y después “...se volvieron glorificando y alabando a Dios por
todo lo que habían oído y visto, según se les había dicho” (Lc 2,
16. 20).
“Encontraron”
indica “búsqueda”.
El hombre es un ser que busca. Toda su historia
lo confirma. También la vida de cada uno de nosotros lo atestigua. Muchos son
los campos en que el hombre busca e investiga y luego encuentra, y a veces,
después de haber encontrado, comienza de nuevo a buscar. Entre todos estos
campos en que el hombre se revela como un ser que busca, hay uno,
el más profundo. Es el que entra más íntimamente en la humanidad misma del ser
humano. Y es el más vinculado al sentido de toda la vida humana.
El hombre es el ser que busca a Dios.
Varios son los senderos de esta búsqueda. Múltiples
son las historias del alma humana precisamente en esos caminos. A veces las
vías parecen muy sencillas y próximas. Otras veces son difíciles, complicadas,
alejadas. Unas veces el hombre llega fácilmente a su “¡eureka!”,
¡he encontrado! Otras veces lucha con dificultades como si no pudiera penetrar
en sí mismo ni en el mundo y, sobre todo, como si no pudiese comprender el mal
que hay en el mundo. Es sabido que incluso en el contexto de la Navidad este
mal ha hecho ver su rostro amenazador.
No son pocos los hombres que han descrito su
búsqueda de Dios por los caminos de la propia vida. Son aún más numerosos los
que callan considerando como su misterio más profundo y más íntimo todo lo que
han vivido en esos caminos: lo que han experimentado, cómo han buscado, cómo
han perdido la orientación y cómo la han encontrado de nuevo.
El hombre es el ser que busca a Dios.
Y hasta después de haberlo encontrado, sigue
buscándolo. Y si lo busca sinceramente, lo ha encontrado ya; como dice Jesús al
hombre en un célebre paso de Pascal: “Consuélate, no me buscarías si no me
hubieras encontrado” (B. Pascal, Pensées, 553: Le mystère
de Jésus).
Esta es la verdad sobre el hombre.
No se la puede falsificar. Tampoco se la puede
destruir. Se la debe dejar al hombre, porque lo define.
(…)
(de la Audiencia Generalde Juan Pablo II del 27 de diciembre de 1978)
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