Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).

lunes, 5 de febrero de 2024

Georg Gänswein: Las catorce encíclicas de Juan Pablo II: múltiples teselas de un mosaico

 


Las catorce encíclicas firmadas por Juan Pablo II representaban, para el cardenal Ratzinger, las múltiples teselas de un mosaico, inesperables las unas de las otras en el interior del Magisterio global del papa Wojtyla. Consideraba, en particular, la Redemptor Hominis (1979), la primera en orden cronológico, en la que no había podido colaborar puesto que todavía se encontraba en Munich,como el punto de partida para todas las otras.

En ella veía anticipados todos los temas sucesivos de la verdad y de su vinculo con la libertad, con una representación de los rasgos principales – el sacrificio, la redención y la penitencia – de la fundamental Ecclesia de Eucharistia (2003), junto con una alusión a la antropología respecto a los problemas sociales de nuestros tiempo, que caracterizan a las encíclicas sociales Laborem exercens (1981), Sollicitudo rei socialis (1987) y Centesimus annus(1991), donde es central la dignidad del hombre, que es siempre un fin y nunca un medio.

Pero las encíclicas en las que Ratzigner colaboró de una manera particular y por las que sentía una mayor aprecio son, ciertamente, las tres doctrinales: Veritatis splendor (1993), Evangelium vitae (1995) y Fides et ratio (1998). En todo caso, el prefecto estaba convencido de que cualquier documento debía ser contextualizado en el tiempo de su promulgación, puesto que su primer objetivo era el de responder a la problemática de un momento especifico de la Iglesia, a fin de evitar el riesgo de reducirlo a un mero ejercicio teórico.

El propósito de Juan Pablo II en la Veritatis splendor fue afrontar la crisis interna de la teología moral en la Iglesia, reformulando su perspectiva positiva desde el centro de la fe en vez de proporcionar una lista de deberes, pero ampliando también la reflexión al debate ético de dimensiones globales que era en aquel tiempo una cuestión de vida o muerte para la humanidad.  El cardenal explicó, pues, que la imitación de Cristo y el principio del amor habían sido identificados como pautas para organizar los diversos elementos de la doctrina moral, contrarrestando la racionalidad positivista incapaz de reconocer el bien como tal.  

La atrevida afirmación de un teólogo de que «lo bueno es siempre solo lo mejor que…» le dio el punto de partida a Ratzinger para subrayar que – si el criterio básico llega a ser el cálculo de las consecuencias y si la moral se fundamenta en lo que parece más positivo, teniendo en cuenta las consecuencias previsibles – lo que es moral se disuelve, puesto que el bien en cuanto tal no existe, de suerte que el cristianismo entendido como «via» sería un fracaso.

De acuerdo con el Papa Wojtyla, como explicó el mismo prefecto, «se dio con gran decisión legitimidad a la perspectiva metafísica, que es solo una consecuencia de la fe en la creación.  Partiendo, una vez más, de la fe en la creación, consigue conectar y fundir el antropocentrismo y e teocentrismo: “La razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina… […] no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios”. (VS 40) […] Una perla de la encíclica, significativa tanto desde el punto de vista filosófico como desde el teológico, es el gran fragmento sobre el martirio. Si no hay nada por lo que valga la pena morir, la vida se vuelve vacía. Solo si existe el bien absoluto, por el que vale la pena morir, y el mal eterno que no se transforma nunca en bien, el hombre queda confirmado en su dignidad y quedamos protegidos de la dictadura de las ideologías.»

Ratzinger señalaba estos aspectos como fundamentales asimismo en la Evangelium Vitae, expresión del apasionado compromiso de Juan Pablo II con el respeto absoluto a la dignidad de la vida humana. Explicaba el prefecto: «La vida humana, allí donde es tratada como una mera realidad biológica, se convierte en objeto de cálculo de las consecuencias. Pero el Papa, con la fe de la Iglesia, ve la imagen de Dios en el hombre, en cada hombre, por pequeño o grande que sea, débil o fuerte, útil o aparentemente inútil. Cristo, el mismo Hijo de Dios hecho hombre, murió por todos los hombres. Eso le confiere a cada hombre un valor infinito, una dignidad absolutamente intocable.»

Para el cardenal también era  importante afirmar con toda claridad que «después de todas las crueles experiencias de abuso del hombre, aunque las motivaciones puedan parecer elevadas desde el punto de vista moral, las palabras eran y son necesarias. Es evidente que la fe es la defensa de la humanidad. En la situación de ignorancia metafísica en que nos encontramos, y que al mismo tiempo desemboca en la atrofia moral, la fe se muestra como la realidad mas humana que salva. El Pontífice, portavoz de la fe, defiende al hombre de una moral aparente que amenaza con aplastarle.»

La Fides et ratio representó finalmente,  una summa sobre el tema de la verdad, que ha marcado el pensamiento de Juan Pablo II y del mismo Ratzinger, entre otras cosas porque el documento iba dirigido al corazón de un problema serio: el anuncio del mensaje cristiano en cuanto verdad reconocida era calificado, en otros tiempos y todavía hoy, como un ataque a la tolerancia y al pluralismo.

Precisamente aquí entra ne juego, sostenía el cardenal, la dignidad humana, puesto que, «si el hombre no es capaz de llegar a la verdad, entonces todo lo que piensa y hace es pura conversación.  Si la fe carece de la luz de la razón, se reduce a pura tradición y, de este modo, declara su profunda arbitrariedad. Se ve, una vez más, que la fe define al hombre en su realidad de ser humano, y con razón sostiene el Papa que la fe esta llamada a animar a la razón a hacer gala una vez mas del valor de la verdad. Sin la razón,   la fe desfallece, sin la fe, la razón corre el riesgo de atrofiarse.

Detrás de cada uno de estos documentos había siempre mucho trabajo, que Ratzinger conducía como un verdadero director de orquesta. Tras la redacción de un primer esquema, se pedían comentarios e integraciones a consultores específicos de la Congregación, y con frecuencia también a otros teólogos particularmente competentes en alguna determinada material.  Después tenia lugar un constante cribado por parte d los miembros cardenales y obispos, que durante la reunión de la feria quarta exponían sus propias opiniones. El prefecto ofrecía siempre su propio informe por escrito, de modo que todos tuvieran claro su juicio y se encontraran también negro sobre blanco los constantes avances de la reflexión común.

Entonces pasaba a la Secretaria de Estado, donde moseñor Paolo Sardi se encargaba de realizar un control estilístico sobre la redacción final, antes de que fuera presentada a Juan Pablo II. Además de formular modificaciones de embellecimiento, algunas veces intervenía de una manera indebida en el texto, de suerte que se le indico explícitamente que, cuando se tratara de un documento delicado que tuviera que ver con la doctrina, se debía consultar siempre a la Congrgacion antes de introducir cambios.

 

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