Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).

lunes, 1 de septiembre de 2025

Karol Wojtyla, testigo de excepción en el Conciio Vaticano II - Teresa Cid, Universidad CEU, San Pablo, Brasil

 


Cuando comenzó el Concilio Vaticano II, Karol Wojtyla tenía cuarenta y dos años, y llevaba cuatro como obispo auxiliar de Cracovia, su participación en el Concilio, fue un acontecimiento decisivo para su existencia como obispo y una referencia constante durante todo su pontificado, así lo refleja en su testamento espiritual: «Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado» .

La participación en un Concilio, en este caso el de Trento, y el celo pastoral marcó también la vida de otro gran santo: «Cuando pienso —escribe— en san Carlos Borromeo me conmueve la coincidencia de los hechos y quehaceres. Fue obispo de Milán en el siglo XVI, en el periodo del Concilio de Trento. A mí, el Señor me ha concedido ser obispo en el siglo XX, precisamente durante el Concilio Vaticano II, en vistas al cual se me ha confiado la misma tarea: su realización. Debo decir que en estos años de pontificado he pensado constantemente en la puesta en práctica del Concilio. Me ha sorprendido siempre esta coincidencia y en aquel obispo me fascinaba especialmente su enorme dedicación pastoral» .

Esa dedicación pastoral es una constante que le define a él también. Se puede afirmar que Karol Wojtyla incorpora a su pensamiento todo el bagaje necesario para desarrollar su incansable actividad pastora , de hecho, el origen de sus estudios sobre el hombre es, como él mismo escribe: «en primer lugar, pastoral, y es desde el ángulo de lo pastoral cómo, en Amor y responsabilidad, formulé el concepto de norma personalista. Tal norma es la tentativa de traducir el mandamiento del amor al lenguaje de la ética filosófica. La persona es un ser para el que la única dimensión adecuada es el amor. Somos justos en lo que afecta a una persona cuando la amamos: esto vale para Dios y vale para el hombre. El amor por una persona excluye que se la pueda tratar como un objeto de disfrute» . Esta norma, ya presente en Kant, subraya que la persona no puede ser tratada como medio sino como fin. Sin embargo, Kant, que se opone al utilitarismo anglosajón, no interpreta de modo completo el mandamiento del amor que exige la afirmación de la persona por sí misma. La verdadera interpretación personalista del amor se encuentra en las palabras del Concilio, tal como destaca nuestro autor: «“el hombre —que en la tierra es la única criaturaque Dios ha querido por sí misma— no puede encontrarse plenamente a sí misma si no es a través del don sincero de sí”.

Queda formulado con claridad el principio de afirmación de la persona por el simple hecho de ser persona; al mismo tiempo el texto conciliar subraya que lo más esencial del amor es el “sincero don de sí mismo”. En este sentido la persona se realiza mediante el amor. Así pues, estos dos aspectos —la afirmación de la persona por sí misma y el don sincero de sí mismo— no solo no se excluyen mutuamente, sino que se confirman y se integran de modo recíproco. El hombre se afirma a sí mismo de manera más completa dándose»

En sus intervenciones en el Concilio sobresalen sus preocupaciones pastorales y su interés por la participación de los laicos en la misión de la Iglesia .

Una de sus intervenciones en la tercera sesión (21-10-1964), sobre el entonces esquema XIII, provocó que se le incluyera en el equipo redactor: «Así pues, —escribe— ya durante la tercera sesión me encontré en el équipo que preparaba el llamado esquema XIII, el documento que se convertiría luego en la Constitución pastoral Gaudium et spes, pude de este modo participar en los trabajos extremadamente interesantes de este grupo, compuesto por representantes de la Comisión teológica y del Apostolado de los laicos. Permanece vivo en mi memoria el recuerdo del encuentro de Ariccia, en enero de 1965»

Durante su participación en la nueva redacción del esquema XIII de la Gaudium et spes, hizo esta propuesta muy conocida por los estudiosos: “Ya que el esquema quiere tener sobre todo un carácter profundamente pastoral, es bueno que se le dé la mayor importancia a la persona humana, tanto en sí misma como en la comunidad (en la vida social) y en general. En efecto, toda la solicitud pastoral presupone la persona humana, ya sea como sujeto […] ya sea como objeto»  En la alocución aborda fundamentalmente dos argumentos: el primero, sobre la “índole pastoral” del esquema, que justifica la atención principal que recibe, en la primera parte del esquema, la persona humana, considerada según la integridad de su vocación. Ahora bien, la pastoralidad sugiere, además, que el texto refleje adecuadamente el horizonte salvífico pues toda la solicitud pastoral presupone la obra de redención realizada en la cruz. Insiste en que la obra de la Iglesia no puede ser reducida al servicio de la edificación del mundo, pues el mayor servicio de la Iglesia es el servicio de la salvación eterna. Subraya que el elemento de la crítica del mundo es tan esencial como la actitud positiva hacia el esfuerzo humano. La idea de la trascendencia de la salvación eterna relativa a todo fin mundano es característica de su pensamiento. Esta idea de trascendencia permite comprender como la redención puede habitar la historia del hombre y, sin embargo, ser siempre irreductible a ella, e ilumina el sentido más profundo del bien común.

La segunda parte de la alocución está dedicada al tema del ateísmo y su relación con la libertad religiosa. Propone distinguir el ateísmo fruto de la decisión personal, del ateísmo impuesto coercitivamente, que constituye una ofensa contra la ley natural. Afirma que no es suficiente considerar el ateísmo como negación de Dios, el problema es específicamente humano: el hombre ateo está persuadido de su soledad final, escatológica. Se entiende entonces que el hombre responda a esta soledad vinculada a la negación de la inmortalidad buscando un sucedáneo de eternidad en el colectivismo.

Tras la clausura del Vaticano II, al regresar a Polonia organizó la celebración de un sínodo diocesano con amplia participación de sacerdotes y laicos. Sus trabajos se inician en 1972 y fueron clausurados por él ya como papa en 1979. Sobre la base de su experiencia conciliar y con vistas al sínodo, publicó La renovación en sus fuentes. Sobre la aplicación del Concilio Vaticano II (1972), una reflexión sistemática que recogía el núcleo de las enseñanzas del Concilio. Al comenzar la tercera parte del libro anota: «En conformidad con la situación del presente estudio, no tratamos de dar una explicación de la doctrina del Vaticano II “como tal”, sino más bien buscar en todo el magisterio conciliar la respuesta a las preguntas de carácter existencial: ¿Qué significa ser creyente, ser cristiano, estar en la Iglesia?».

A su juicio, el Concilio al responder a estos interrogantes existenciales en los que estaba implícito el problema central del Concilio, «Iglesia, ¿qué dices de ti misma?13», ha propiciado un verdadero enriquecimiento de la fe. Para el arzobispo de Cracovia la participación de todos los cristianos en la triple misión de Cristo, es decir, la dimensión profética, sacerdotal y real, era la clave decompresión de la doctrina conciliar. Esta toma de conciencia debía ir acompañada de una responsabilidad en la vida real y cotidiana.

Siguiendo la estela del Concilio, en su primera encíclica, Redemptor hominis (1979), el misterio de la redención está visto con los ojos de la gran renovación del hombre y de todo lo que es humano, propuesto por el Concilio, especialmente en la Gaudium et spes14. La encíclica recuerda el número 22 de Gaudium et spes,  como lo recuerda también la famosa homilía de inicio del pontificado:

 «Hermanos y hermanas, no tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad, Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera, ¡No temáis!, ¡Abrid, más aun, abrid de par en par las puertas a Cristo! […]. Cristo conoce “lo que hay dentro del hombre”, ¡sólo Él lo conoce!”».

En la carta apostólica Novo millennio ineunte (2000) con motivo de la clausura de la celebración del Año jubilar, nos recuerda que el Vaticano II es «la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX, una brújula segura para orientarnos en el camino del tercer milenio».

 Invito leer el articulo completo y ver todas las  referencias  “La superación de laautorreferencialidad del bien común en las fuentes wojtylianas” -  TERESA CID Universidad CEU San Pablo

 


Karol, un poeta de la piedra y de lo inmenso

 


Es verdad para todos los pontífices, naturalmente. Pero lo es, de manera especial, para Juan Pablo II, el primer papa eslavo, polaco, que conoció en carne propia las tragedias del siglo XX. Y, por lo tanto, no se puede comprender la figura de Karol Wojtyla –del mismo modo en que no se puede comprender su pontificado, basado en la defensa de la persona humana, de su dignidad, de sus derechos– sin remontarse a los orígenes, a las raíces de su vocación, a las diversas situaciones y experiencias que ha vivido. Incluida la experiencia artística.

Karol se acercó a la literatura en los años del bachillerato, en Wadowice, donde nació. Y al comenzar entonces a hacer teatro, su otra pasión, se dedicó obviamente a los mayores autores clásicos: Mickiewicz, Slowacki, Krasinski. Los cuales en el siglo XIX, con una Polonia borrada del mapa geopolítico de Europa, lograron preservar el patrimonio de su cultura y, por lo tanto, salvaguardar la identidad de la nación.

Pero, más aún que de los grandes poetas románticos, Wojtyla fue influenciado por la poesía de Cyprian Norwid. Otro extraordinario cantor de Polonia, pero más atento al hombre, a la relación entre fe y vida, a una visión más universal de la historia humana. Y, precisamente de Norwid, el joven Wojtyla aprendió el lenguaje de la poesía como comunicación de las emociones, de los sentimientos, de los propios ideales, de la propia tensión espiritual y, conjuntamente, como interpretación de la realidad, de los hechos de la vida humana.


La poesía de Karol, desde los inicios, se intuía a menudo con alusiones autobiográficas. Como la composición de la primavera de 1939, una de las primeras, si no es que la primera, cuando él tenía 19 años. Un desahogo dramático, porque expresaba toda su añoranza, pero se podría también decir su nostalgia, por la falta de su madre, fallecida desde hacía tiempo.

«Sobre tu blanca tumba
florecen las flores blancas de la vida.
Oh, cuántos años han desaparecido ya
sin ti – ¿cuántos años?
Sobre tu tumba blanca
cerrada desde hace años
algo parece levantarse:
inexplicable como la muerte.
Sobre tu tumba blanca,
Madre, amor mío apagado,
desde mi amor filial
una oración:
Dale a ella el eterno reposo».

Wojtyla fue un artista poliédrico. Hizo teatro, escribió de todo; dramas históricos, textos teatrales, ensayos científicos. Pero fue especialmente en la poesía donde logró expresar mejor el sentido profundo de lo que él mismo definió como el «continente hombre». El hombre en carne y hueso que se enfrenta con su libertad y con la esperanza cristiana. El hombre lidiando con las grandes preguntas de la vida. El hombre a menudo desfigurado, humillado por los falsos humanismos y, en cambio, en cuanto hijo de Dios, en posesión de su dignidad fundamental.

Mientras tanto, estalló la II Guerra Mundial, Polonia había sido invadida por los nazis. Y Karol, para no ser deportado a un campo de concentración, fue obligado a trabajar como obrero en una cantera de mármol. Sin embargo, precisamente esa experiencia le hizo conocer la dureza pero también el valor decisivo del trabajo: y de ahí –como recordará siendo Papa– el «misterio del hombre» tomó el primer lugar en sus reflexiones, y se sintió impulsado irresistiblemente a «defender el respeto del hombre».

«La piedra te da su poder, el trabajo madura al hombre
que recibe de él inspiración para un difícil bien.
Con el trabajo empieza un crecimiento de corazón y de mente
que a tantas personas implica y tantos eventos importantes
y entre los martillos madura el amor…».

Esta poesía, de 1956, se llamaba de hecho La cantera de mármol. Y, hasta un cierto punto, se llenaba de tristeza, de angustia. Karol estaba desconsolado por la muerte de un compañero de trabajo, arrollado por una explosión de dinamita.

«…Levantaron el cuerpo. Desfilaron en silencio.
De él aún emanaba cansancio y un sentido de injusticia…
Lo extendieron sobre un lienzo de grava.
Vino la mujer deshecha. Volvió el niño de la escuela…
Las piedras de nuevo se mueven. El carrito desaparece
entre las flores.
De nuevo una descarga eléctrica incide la cantera.
Pero el hombre se lleva consigo la secreta estructura del mundo
donde el amor prorrumpe más alto cuanto más lo impregna la rabia».

Sacerdote y obispo bajo el comunismo

Y entonces vino la gran decisión. Karol se volvió sacerdote. Estudió dos años en Roma y a su regreso, encontró su patria bajo un nuevo totalitarismo, el comunismo. Después de una breve experiencia en parroquia, se dedicó al ministerio de la confesión y se ocupó particularmente de jóvenes y parejas.

De esta manera conoció directamente, y desde dentro, toda la gama de sentimientos humanos y sus problemas existenciales: de los muchos interrogantes de las nuevas generaciones de cara a un futuro incierto, contradictorio, y sobretodo muy marcado por una concepción materialista, a las alegrías pero también a los dramas de la vida matrimonial.

Y todo esto, mediado siempre por una profunda sensibilidad religiosa, espiritual, entró en la obra literaria de Wojtyla. Como por ejemplo El taller del orfebre, de 1960, cuando ya era obispo. Es una pieza en verso, con la narración de tres historias de parejas, distintas pero enlazadas entre sí. Y basta el íncipit para entender la intensidad con que el autor se había acercado al gran misterio del amor.

Lo dice Teresa, la protagonista de la primera historia:

«Andrés me ha elegido y ha pedido mi mano.
Sucedió hoy entre las cinco y las seis de la tarde…
Caminaba por la parte derecha de la plaza,
cuando Andrés se volvió y dijo:
¿Quieres ser la compañera de mi vida?
Así dijo. Y no: quieres ser mi mujer,
sino: la compañera de mi vida…».

Karol Wojtyla se volvió arzobispo de Cracovia. Y, al hacerlo, fue el protector de todos los perseguidos por el régimen comunista: los obreros, los intelectuales, los jóvenes, los judíos, los revisionistas que esperaban aún en un socialismo con rostro humano. Wojtyla no se detuvo frente a las ideologías ni a las confesiones religiosas: defendió al hombre, cualquier hombre que fuera oprimido, pisoteado en su libertad, privado de sus derechos. Y, como hombre de Iglesia, contribuyó a la lucha por la justicia, por la salvaguarda de la memoria histórica y la independencia nacional. Este también es uno de los grandes temas que siempre, por influencia de Cyprian Norwid, estuvo al centro de su producción poética.

Pensando Patria… es una poesía compuesta por Wojtyla en 1974. Había revueltas de los trabajadores, intelectuales y estudiantes, luego nuevamente los obreros en el Báltico. Habían cambiado los dirigentes del partido comunista, Gierek en lugar de Gomulka, pero todo siguió como antes. Los polacos continuaban viviendo bajo el terror, y el peligro de nuevas represiones.

«Cuando pienso ‘Patria’ – me expreso a mí mismo, hundo mis raíces,
es voz del corazón, frontera secreta que de mí se ramifica a los demás,
para abrazar a todos, hasta el pasado más antiguo de cada uno;
de aquí surjo… cuando pienso ‘Patria’ – casi guardando en mí un tesoro.
Me pregunto cómo hacerlo crecer, cómo dilatar el espacio que llena
».

A la gente que estaba sumergida en la desesperación, que ya no reaccionaba, y sufría pasivamente la prepotencia del régimen, el arzobispo les dirigía palabras de fuego para empujarla al coraje, a la resistencia.

«Débil es el pueblo cuando permite la derrota, cuando
olvida su misión de velar hasta que
llegue la hora.
Las horas vuelven siempre sobre el gran cuadrado de la historia…».

Un Papa polaco… y poeta

Se llegó al 1978, el año de los dos cónclaves. Albino Luciani había sucedido a Pablo VI, pero había muerto repentinamente después de sólo 33 días. Los cardenales se habían vuelto a reunir y, el 16 de octubre, sucedió lo increíble: por primera vez en la historia un Papa polaco subía a la cátedra de Pedro. Y, sin embargo, la última poesía que Karol Wojtyla compuso como arzobispo de Cracovia, no parecía hacer pensar en un futuro como pontífice.

Estaba dedicada a san Stanislao, y a la Iglesia que nació con su martirio.

«Quiero describir a la Iglesia
–mi Iglesia que nace junto a mí,
pero no muere conmigo– y yo no muero con ella
que siempre me sobrepasa–
Iglesia: el fondo y la cumbre de mi ser.
Iglesia: raíz tendida en el pasado y en el futuro,
Sacramento de mi vida en Dios que es Padre.
Quiero describir la Iglesia– mi Iglesia ligada a mi tierra…».

Como Papa, Karol Wojtyla no escribió más poesías –no tenía evidentemente tiempo– pero a menudo en las homilías, especialmente en Navidad y Pascua, el desarrollo del texto era el de una composición poético espiritual.

Y en diversas ocasiones, además, discursos o incluso documentos terminaban con una oración escrita de manera poética. Juan Pablo II seguía de este modo siendo un gran «cantor» del hombre y un gran «testigo» de la verdad de Dios. Y era exactamente la clave de lectura que un famoso ensayista polaco, Z. Kubiak, dijo de las poesías de Karol Wojtyla: un poeta «de la piedra y de lo inmenso, es decir, de lo humano terrenal y de lo humano divino».

Y al final, cuando comenzó a ver aproximarse las puertas de la muerte, Karol Wojtyla entendió que, para expresar lo que sentía dentro, no podía hacerlo –una vez más, una última vez– sino con el lenguaje de la poesía. Y así nació Tríptico romano: meditaciones, casi un testamento espiritual. Es una obra en que dominan la maravilla y el estupor del ser humano frente a la Creación y que, realmente a veces a través de un camino difícil, le dan a conocer la verdad, el amor y la sabiduría del Dios Creador.

En particular, en la segunda parte de las tres estancias en que se subdivide la obra, Juan Pablo II se detenía en contemplación en el umbral de la Capilla Sixtina, admirando la obra maestra de Miguel Ángel en la representación del acto extraordinario de la Creación. Y aquí el Papa se dirigía –claramente– a los cardenales del futuro cónclave, deseando que éstos fueran iluminados y guiados por la luz y la transparencia de las imágenes del artista.

«Non omnis moriar (No moriré del todo) –



Lo que en mi hay de indestructible,
ahora se encuentra cara a cara con El que Es!
Así se pobló la pared central de la policromía sixtina.
…»Con-clave» (Con la llave): el común cuidado de la heredad de las llaves
de las llaves del Reino.
He aquí que se ven el Principio y el Final,
entre el Día de la Creación y el Día del Juicio.
Sólo le es dado al hombre morir una vez ¡y luego el Juicio!
La transparencia final y la luz.
La transparencia de los hechos –
la transparencia de las conciencias –
Es preciso que, durante el conclave, Miguel Ángel concientice a los hombres –
No olvidéis: Omnia nuda et aperta sunt ante oculos Eius.
Tú que penetras todo – ¡indica!
Él indicará…».

Gian Franco Svidercoschi

(tomado de Alfa y Omega)