(de la conversación de Benedicto XVI con Peter Seewald en “Luz del
mundo, el Papa, la Iglesia y
los signos de los tiempos, Herder, 2010, cap 6)
Al comienzo del tercer milenio los pueblos del
mundo experimentan un cambio radical de dimensiones hasta ahora inimaginables,
en lo económico, lo ecológico y lo social. Los científicos consideran que
la próxima década será decisiva para la subsistencia de este planeta.
Santo Padre, usted mismo utilizó en enero 2009,
ante diplomáticos en Roma, estas dramáticas palabras: “hoy más que nunca,
nuestro porvenir está en juego, al igual que el destino de nuestro planeta y
sus habitantes”. Si no logramos introducir pronto un cambio de amplias
dimensiones, dice en otra parte, aumentará tremendamente el desvalimiento y se
estará ante un escenario caótico. En Fátima, su prédica adquiere ya un
tono casi apocalíptico. “el hombre ha sido capaz de desencadenar una corriente
de muerte y deterioro que no logra interrumpir”.
Ve usted en los signos de los tiempos señales
que cambie el mundo?
Benedicto
XVI:
Hay, por supuesto, signos que nos estremecen,
que nos intranquilizan. Pero también hay otros signos que pueden servirnos de
punto de enlace y darnos esperanzas. Ya hemos hablado extensamente sobre el
escenario de terror y de amenaza. Yo agregaría todavía algo más, que me quema
especialmente en el alma desde las visitas de los obispos.
Muchísimos obispos, sobre todo de América
Latina, me dicen que allá, por donde pasa el corredor del cultivo y del tráfico
de droga - y son partes importantes de esos países- ,
Es como
si un monstruo malvado hubiese puesto sus manos en el país y corrompiera a los
hombres. Creo que esa serpiente del tráfico y consumo de drogas abarca toda la tierra.,
es un poder que no nos imaginamos como se debe. Destruye a la juventud,
destruye a las familias, conduce a la violencia, amenaza el futuro de países enteros.
También
esto forma parte de las terribles responsabilidades de Occidente: el hecho de
ue necesita drogas y de que, de ese modo, crea países que tienen que suministrárselas,
lo que, al final, los desgasta y destruye. Ha surgido una avidez de felicidad
que no puede conformarse con lo existente. Y que entonces huye, por así
decirlo, al paraíso del demonio, y destruye a su alrededor a los hombres.
A esto se
agrega otro problema. No podemos siquiera imaginarnos, dicen los obispos, la destrucción
que trae consigo el turismo sexual en nuestra juventud. Se están dando allí procesos
extraordinarios de destrucción que han nacido de la arrogancia, del tedio y de
la falsa libertad del mundo occidental.
Se ve que
el hombre aspira a una alegría infinita, quisiera placer hasta el extremo,
quisiera lo infinito. Pero donde no hay Dios, no se le concederá, no puede
darse. Entonces, el hombre tiene que crear por si mismo lo falso, el falso
infinito.
Es un signo del tiempo que, precisamente como
cristianos, debe desafiarnos de forma urgente. Hemos de poner de manifiesto – y
vivir también – que la infinitud que el hombre necesita solo puede provenir de
Dios. Que Dios es de primera necesidad para que sea posible resistir las
tribulaciones de este tiempo. Que tenemos que movilizar, por asi decirlo, todas
las fuerzas del alma y del bien a fin de que en contra de esta acuñación falsa
se yerga una verdadera, y de ese modo pueda hacerse saltar el circuito del mal
y se lo detenga.
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