Con ocasión del año dedicado a la celebración del quincuagésimo aniversario de la canonización de san Luis María Grignon de Montfort, que tuvo lugar en Roma el 20 de julio de 1947, el 21 de junio de 1997 el Santo Padre Juan Pablo II enviaba un Mensaje a la familia monfortiana. Un Mensaje donde volcaba su propia admiración por este santo sacerdote cuya mística y profundo amor a Maria había descubierto en su juventud.
“Pobre entre los pobres - decìa en el Mensaje Juan Pablo II - profundamente integrado en la Iglesia a pesar de las incomprensiones que afrontó, san Luis María tomó como lema estas sencillas palabras: «Dios solo». Cantaba: «Dios solo es mi ternura. Dios solo es mi apoyo. Dios solo es todo mi bien, mi vida y mi riqueza» (Cántico 55, 11). En él, el amor a Dios era total. Con Dios y por Dios salía al encuentro de los demás y caminaba por los senderos de la misión. Siempre consciente de la presencia de Jesús y María, era con todo su ser un testigo de la caridad teologal, que deseaba compartir. Su acción y su palabra sólo tenían como finalidad llamar a la conversión y hacer que se viviera de Dios. Sus escritos son igualmente testimonios y alabanzas del Verbo encarnado y también de María, «obra maestra del Altísimo, milagro de la Sabiduría eterna» (cf. Amor de la Sabiduría eterna, 106).”
[…]
“San Luis María invita también a entregarse totalmente a María para acoger su presencia en el fondo del alma. «María viene, finalmente, a ser indispensable para esta alma en sus relaciones con Jesucristo: ella le ilumina el espíritu con su fe, le ensancha el corazón al infundirle su humildad, la dilata e inflama con su caridad, la purifica con su pureza, la ennoblece y engrandece con su maternidad » (El secreto de María, 57). Acudir a María lleva siempre a dar a Jesús un espacio mayor en la vida. Es significativo, por ejemplo, que Montfort invite a los fieles a dirigirse a María antes de la comunión: «Suplica a esta bondadosa Madre que te preste su corazón, para recibir en él a su Hijo con sus propias disposiciones » (Tratado de la verdadera devoción, 266)”
En sus conversaciones con Andre Frossard (“No temàis”) el Papa Juan Pablo II reconocía que la lectura del libro de San Luis represento en su vida un “cambio decisivo”.
“ Digo un cambio aunque se trata de una larga marcha interior que coincidió con mi preparación clandestina al sacerdocio. Fue entonces que llegó a mis manos este Tratado singular, uno de esos libros que no basta "con haber leído". Recuerdo haberlo llevado mucho tiempo conmigo, incluso a la fábrica de soda, aunque su bonita cobertura se me manchara de cal. Volvía de nuevo a él y a su vez sobre algunos pasajes. Me di cuenta rápidamente que más allá de la forma barroca del libro se trataba de algo fundamental. Sucedió que la devoción de mi infancia e incluso de mi adolescencia por la Madre de Cristo dio paso a una nueva actitud, una devoción venida de lo más profundo de mi fe, nacida en el propio corazón de la realidad crística y trinitaria. Mientras antes me mantenía a distancia por temor a que la devoción mariana encubriera a Cristo en vez de cederle el paso, a la luz del Tratado de Grignion de Montfort comprendí que era realmente algo muy diferente. Nuestra relación interior con la Madre de Dios resulta orgánicamente de nuestro vínculo con el misterio de Cristo. No es pues que uno nos impida ver al otro. (...) Se puede incluso decir que a quien se esfuerza en conocerlo y amarlo; el propio Cristo le ofrece a su Madre como lo hizo en el Calvario con su discípulo Juan”
“ Digo un cambio aunque se trata de una larga marcha interior que coincidió con mi preparación clandestina al sacerdocio. Fue entonces que llegó a mis manos este Tratado singular, uno de esos libros que no basta "con haber leído". Recuerdo haberlo llevado mucho tiempo conmigo, incluso a la fábrica de soda, aunque su bonita cobertura se me manchara de cal. Volvía de nuevo a él y a su vez sobre algunos pasajes. Me di cuenta rápidamente que más allá de la forma barroca del libro se trataba de algo fundamental. Sucedió que la devoción de mi infancia e incluso de mi adolescencia por la Madre de Cristo dio paso a una nueva actitud, una devoción venida de lo más profundo de mi fe, nacida en el propio corazón de la realidad crística y trinitaria. Mientras antes me mantenía a distancia por temor a que la devoción mariana encubriera a Cristo en vez de cederle el paso, a la luz del Tratado de Grignion de Montfort comprendí que era realmente algo muy diferente. Nuestra relación interior con la Madre de Dios resulta orgánicamente de nuestro vínculo con el misterio de Cristo. No es pues que uno nos impida ver al otro. (...) Se puede incluso decir que a quien se esfuerza en conocerlo y amarlo; el propio Cristo le ofrece a su Madre como lo hizo en el Calvario con su discípulo Juan”
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