El 6 de mayo pasado con ocasión de la investidura de un nuevo doctorado Honoris Causa, que esta vez le fuera otorgado por la Universidad Internacional de Cataluña, el Dr. Joaquin Navarro Valls quien «fue más que un portavoz, fue amigo del Papa» (Dr. Salvador Aragonés - encargado de leer el «laudatio») , hizo algunas reflexiones sobre la persona de Juan Pablo II, tal como él lo veía, en sus recuerdos personales. Después de breves palabras de introducción habló – inevitablemente - de su santidad:
“La evocación de las virtudes de Juan Pablo II suscita la pregunta fundamental sobre qué es lo que ha sido, en él, la santidad Es una pregunta legitima porque no existe santidad en general. No existe una santidad sin la singularidad de cada santo y sin las virtudes normales y visibles atribuibles a alguien. En un santo, el carácter individual se mezcla con el lento trabajo de perfeccionamiento que se cumple en él o en ella durante toda la vida hasta conformarse en una obra maestra y ejemplar que no nos es a nosotros del todo clara y descifrable”
Una respuesta específica a la pregunta sobre la santidad de Juan Pablo II diría que no se aleja mucho de la idea que la gente se ha formado de él. Karol Wojtyla era en el ámbito privado exactamente como se veía en público: un hombre de extraordinario buen humor, enamorado, un cristiano que miraba siempre más allá de si mismo. Por eso no es difícil argumentar en su favor, aunque sea imposible hacerlo convenientemente.
Su peculiaridad personal aparecía principalmente en su relación directa con la trascendencia. Por eso, su espiritualidad era atrayente y simpática, casi naturalmente apostólica y constantemente convincente. Tanto si sufría como si reía – y de las dos cosas era igualmente maestro y discípulo excelente – el no mantenía principalmente una relación especulativa con una divinidad distante y trascendente. En su jornada, estar con Dios era su gran pasión, la más intensa prioridad y, al mismo tiempo la cosa más natural del mundo. Como afirmaba S. Juan de la Cruz – no por casualidad autor muy amado por él – la relación entre Dios y el alma es la de dos amantes.
En la convivencia con él se hacía evidente que Dios no es un código de leyes en quien soportar una creencia sino una Persona a quien creer, en quien esperar y con quien vivir una vida de amor intenso, fiel reciproco, durante toda la existencia personal. A Dios se puede confiar la propia existencia. A un código moral, ni siquiera una jornada.
Este extraordinario itinerario concreto, congenial a su modo de ser muy directo e inmediato, era la verdadera esencia de su religiosidad cristiana, de su santidad de vida en donde la piedra angular de todo el edificio magnifico era la vida ordinaria completamente injertada en Dios e intensamente marcada por la presencia de Dios. Operativa y orante vivida bajo el mismo prisma visual.
[…]
Creo haber entendido realmente cual debe ser la relación verdaderamente cristiana con Cristo cuando he visto el modo con que se dirigía al Crucifijo con la secreta singularidad de un mirarse recíproco en el que se daba y se recibía. Dios no era para él el autor separado de un alma extraña e indiferente sino una Persona que había creado su propia persona: la de Karol Wojtyla. Una Persona con la que poder hablar personalmente y a la que se podía decir, incluso si era necesario: “A veces, no te entiendo”. Una persona. Sin embargo, de la que no podía – ni quería – separarse porque a ella estaba ligado por una relación más intima que aquella que cada uno tiene consigo.
Una vez, creyendo estar solo en su capilla, lo he visto cantar mientras fijaba su mirada en el sagrario. No entonaba, ciertamente, un tema litúrgico sino que modulaba en su lengua polaca canciones populares. Era inevitable que me viniera a la mente de nuevo San Agustín cuando afirmaba “cantar es rezar dos veces”.
No quisiera en absoluto decir que hubiera ingenuidad ni, menos aún ritualidad superficial en el dirigirse a Dios con una tal espontaneidad. En todo caso, había algo concreto en su devoción que incluía el afecto y hasta la ternura. Me parecía – al menos era esto lo que venía a mi mente – que en él se hacía evidente, simultáneamente, la riqueza intelectual de un teólogo y la inocencia espontánea de un chiquillo. Estas dos dimensiones no eran etapas diversas y sucesivas de un itinerario sino la única melodía compuesta de sonidos disímiles pero armoniosamente fundidos en una sola actitud y en una sola experiencia de amor.
Un lado peculiar de su actitud espiritual me ha constantemente sorprendido. Juan Pablo II no era aun asceta moralista y ni siquiera un exhibicionista de heroísmos accesorios e inútiles. Su modo de hacer no era el arduo itinerario apático de un estoico. Sus mortificaciones – que sabía, discreta y frecuentemente buscar – eran sólo el modo estimulante y eficaz de unirse a la Pasión de Cristo, de participar junto a él en las alegrías y dolores que cualquiera desea compartir con la persona que seriamente ama en su intimidad más profunda.
Su actitud parecía enseñar que es mejor sufrir unido a Dios que alegrarse solo. Muy a menudo para Juan Pablo II se trataba solamente de aprovechar las ocasiones que las circunstancias diarias brindaban para ofrecer a Dios algún pequeño – o grande – sacrificio. Rechazar en el avión el lecho preparado para él en los largos viajes intercontinentales y dormir – o tratar de hacerlo – en el asiento, igual al de quienes le acompañábamos; disminuir el alimento de un almuerzo con aparente discreción. O renunciar a beber sin decir nada y sin dar justificación, uniendo pudor y renuncia en una delicada discreción personal que evita extrañas preguntas impertinentes.
La finalidad de estas voluntarias arideces sensibles era garantizar a su alma la libertad, la flexibilidad para una perfecta unión con Cristo: la total disponibilidad a escuchar la llamada interior de Dios siguiendo su voluntad con total eficacia.
Cuando se entraba en su Capilla o en su habitación no era infrecuente encontrarlo rezando extendido en el suelo. Bastaba verlo para comprender que aquello no era una aniquilación e si mismo delante de la infinita majestad del Creador sino el crear una sutil analogía con la que la grandeza de la criatura se unía complemente con Dios mientras la miseria tan bien presente en la criatura encontraba un camino menos inadecuado para unirse al Creador. Si Él se me acerca siempre a mí – parecía decir su vida – es para que yo pueda dirigirme a Él del mismo modo y con la misma confianza.
Y terminaba diciendo Navarro Valls en sus reflexiones “Así vi yo que para Juan Pablo II el amor a Dios tenia este rostro nítido, extremamente habitual y extremamente inusual al mismo tiempo. Un rostro penetrante y profundamente cristiano, habitualmente saturado de santidad”.
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“La evocación de las virtudes de Juan Pablo II suscita la pregunta fundamental sobre qué es lo que ha sido, en él, la santidad Es una pregunta legitima porque no existe santidad en general. No existe una santidad sin la singularidad de cada santo y sin las virtudes normales y visibles atribuibles a alguien. En un santo, el carácter individual se mezcla con el lento trabajo de perfeccionamiento que se cumple en él o en ella durante toda la vida hasta conformarse en una obra maestra y ejemplar que no nos es a nosotros del todo clara y descifrable”
Una respuesta específica a la pregunta sobre la santidad de Juan Pablo II diría que no se aleja mucho de la idea que la gente se ha formado de él. Karol Wojtyla era en el ámbito privado exactamente como se veía en público: un hombre de extraordinario buen humor, enamorado, un cristiano que miraba siempre más allá de si mismo. Por eso no es difícil argumentar en su favor, aunque sea imposible hacerlo convenientemente.
Su peculiaridad personal aparecía principalmente en su relación directa con la trascendencia. Por eso, su espiritualidad era atrayente y simpática, casi naturalmente apostólica y constantemente convincente. Tanto si sufría como si reía – y de las dos cosas era igualmente maestro y discípulo excelente – el no mantenía principalmente una relación especulativa con una divinidad distante y trascendente. En su jornada, estar con Dios era su gran pasión, la más intensa prioridad y, al mismo tiempo la cosa más natural del mundo. Como afirmaba S. Juan de la Cruz – no por casualidad autor muy amado por él – la relación entre Dios y el alma es la de dos amantes.
En la convivencia con él se hacía evidente que Dios no es un código de leyes en quien soportar una creencia sino una Persona a quien creer, en quien esperar y con quien vivir una vida de amor intenso, fiel reciproco, durante toda la existencia personal. A Dios se puede confiar la propia existencia. A un código moral, ni siquiera una jornada.
Este extraordinario itinerario concreto, congenial a su modo de ser muy directo e inmediato, era la verdadera esencia de su religiosidad cristiana, de su santidad de vida en donde la piedra angular de todo el edificio magnifico era la vida ordinaria completamente injertada en Dios e intensamente marcada por la presencia de Dios. Operativa y orante vivida bajo el mismo prisma visual.
[…]
Creo haber entendido realmente cual debe ser la relación verdaderamente cristiana con Cristo cuando he visto el modo con que se dirigía al Crucifijo con la secreta singularidad de un mirarse recíproco en el que se daba y se recibía. Dios no era para él el autor separado de un alma extraña e indiferente sino una Persona que había creado su propia persona: la de Karol Wojtyla. Una Persona con la que poder hablar personalmente y a la que se podía decir, incluso si era necesario: “A veces, no te entiendo”. Una persona. Sin embargo, de la que no podía – ni quería – separarse porque a ella estaba ligado por una relación más intima que aquella que cada uno tiene consigo.
Una vez, creyendo estar solo en su capilla, lo he visto cantar mientras fijaba su mirada en el sagrario. No entonaba, ciertamente, un tema litúrgico sino que modulaba en su lengua polaca canciones populares. Era inevitable que me viniera a la mente de nuevo San Agustín cuando afirmaba “cantar es rezar dos veces”.
No quisiera en absoluto decir que hubiera ingenuidad ni, menos aún ritualidad superficial en el dirigirse a Dios con una tal espontaneidad. En todo caso, había algo concreto en su devoción que incluía el afecto y hasta la ternura. Me parecía – al menos era esto lo que venía a mi mente – que en él se hacía evidente, simultáneamente, la riqueza intelectual de un teólogo y la inocencia espontánea de un chiquillo. Estas dos dimensiones no eran etapas diversas y sucesivas de un itinerario sino la única melodía compuesta de sonidos disímiles pero armoniosamente fundidos en una sola actitud y en una sola experiencia de amor.
Un lado peculiar de su actitud espiritual me ha constantemente sorprendido. Juan Pablo II no era aun asceta moralista y ni siquiera un exhibicionista de heroísmos accesorios e inútiles. Su modo de hacer no era el arduo itinerario apático de un estoico. Sus mortificaciones – que sabía, discreta y frecuentemente buscar – eran sólo el modo estimulante y eficaz de unirse a la Pasión de Cristo, de participar junto a él en las alegrías y dolores que cualquiera desea compartir con la persona que seriamente ama en su intimidad más profunda.
Su actitud parecía enseñar que es mejor sufrir unido a Dios que alegrarse solo. Muy a menudo para Juan Pablo II se trataba solamente de aprovechar las ocasiones que las circunstancias diarias brindaban para ofrecer a Dios algún pequeño – o grande – sacrificio. Rechazar en el avión el lecho preparado para él en los largos viajes intercontinentales y dormir – o tratar de hacerlo – en el asiento, igual al de quienes le acompañábamos; disminuir el alimento de un almuerzo con aparente discreción. O renunciar a beber sin decir nada y sin dar justificación, uniendo pudor y renuncia en una delicada discreción personal que evita extrañas preguntas impertinentes.
La finalidad de estas voluntarias arideces sensibles era garantizar a su alma la libertad, la flexibilidad para una perfecta unión con Cristo: la total disponibilidad a escuchar la llamada interior de Dios siguiendo su voluntad con total eficacia.
Cuando se entraba en su Capilla o en su habitación no era infrecuente encontrarlo rezando extendido en el suelo. Bastaba verlo para comprender que aquello no era una aniquilación e si mismo delante de la infinita majestad del Creador sino el crear una sutil analogía con la que la grandeza de la criatura se unía complemente con Dios mientras la miseria tan bien presente en la criatura encontraba un camino menos inadecuado para unirse al Creador. Si Él se me acerca siempre a mí – parecía decir su vida – es para que yo pueda dirigirme a Él del mismo modo y con la misma confianza.
Y terminaba diciendo Navarro Valls en sus reflexiones “Así vi yo que para Juan Pablo II el amor a Dios tenia este rostro nítido, extremamente habitual y extremamente inusual al mismo tiempo. Un rostro penetrante y profundamente cristiano, habitualmente saturado de santidad”.
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