Es necesario preguntar,
ante todo, «que es el hombre», si queremos hacer la pregunta “¿Qué sucederá
después de esta vida?”. Como leemos en Gaudium et spes, 10, el hombre constituye «una
unidad de alma y de cuerpo» y «por su última condición física sintetiza en
si los elementos del mundo material», «pero no se equivoca al afirmar su
superioridad sobre el universo material y al considerarse no ya como particula
de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto,
superior al universo entero: a esta profunda interioridad retorna cuando
entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones,
y done el personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino. Al
afirmar, por tanto, en si mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma,
no es el hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las
condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la
verdad más profunda de la realidad» (GS,14)
La antropología
materialista no puede explicar el hecho de la trascendencia propia del hombre,
puede solo negarla contra el testimonio
de su experiencia, de la historia y dela cultura. Sin embargo, el concepto de
la trascendencia personal resulta tratado a fondo en la filosofía contemporánea
del hombre, como aquello que fundamentalmente define su realidad. El análisis de la trascendencia personal del
hombre permea todos los análisis metafísicos, que especulan sobre la
espiritualidad y, siguiendo a esta, sobre la inmortalidad del alma humana. El
Vaticano II, hasta cierto punto, une las dos vías desde el momento que, al argumentar sobre l vocación del hombre
ligada a la dignidad personal, se remite de modo significativo a la
experiencia. Asi, or ejemplo, cuando habla de la muerte: «El máximo enigma de la vida humana es la
muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo.
Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con
instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y
del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en si lleva, por ser
irreductible a la sola materia se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos
de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad
del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no
puede satisfacer ese deseo del mas allá que surge ineluctablemente del corazón
humano» (GS,18)
La muerte es la primera
de las llamadas verdades ultimas del hombre. La filosofía contemporánea del
hombre ha desarrollado la problemática de la muerte en el sentido de que con
ella no solo llega el momento de la destrucción, sino también el de la prueba
final del ser hombre, de la madurez en el ampo de la elección realizada. El
hombre no está solo sometido a la muerte, sino que en ella se define a si mismo
de modo definitivo; según esta autodefinición «se escoge a si mismo». Esta
visión personalista de la muerte, aun cuando brota solo de premisas
filosóficas, no es extraña – quede claro – a la tradición cristiana. Al
contrario, es propia de ella. La tradición cristiana sostiene, en su modo de
ver la muerte, ambos aspectos: el dolor de morir, al que nos remite la
Constitución pastoral sobre la «Iglesia en el mundo contemporáneo» en el n. 18,
debe mirar con la madurez ultima del hombre en la dimensión de su vida terrena,
con el sentido de haber realizado la vida terrena, y por consiguiente también
de haberse realizado a si mismo en ella y por ella. La fe funda tal realización, se sitúa en cierto modo con la propia verdad
sobre la muerte, en su centro: «La fe cristiana enseña que la muerte corporal,
que entro en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el
omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación
perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con
la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida
divina. Ha sido Cristo resucitando el que ha ganado esta victoria para el hombre,
liberándolo de la muerte con su propia muerte.» (GS, 18)
(de Karol Wojtyla: EL
HOMBRE Y SU DESTINO, Trilogía inédita, Biblioteca Palabra, Madrid) Original
publicado en italiano por Librería Editrice Vaticana, 1998.
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