La
Navidad se llama también la “Fiesta de la Luz”, porque Jesús es la Verdad que
nace en Belén para ser la “Luz” del mundo. San Pablo dice que “Él es imagen de
Dios invisible”, que nos “libró del poder de las tinieblas (cf. Col 1,
13-15). El Concilio Vaticano II, por su parte, después de haber puesto de
relieve que el hombre con sus dramáticos interrogantes “resulta para sí mismo
un problema no resuelto, percibido con cierta oscuridad”, afirma que el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado...
Cristo, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación” (Gaudium et spes, 21d y 22a).
Y es precisamente el mensaje de la Navidad el que arroja luz sobre el hecho temporal, pero también profundamente existencial, del final del año.
(…)
Nuestra vida se consume; nuestros años se van... Y ¿dónde?
¿Dónde va a parar este tiempo, que arrastra inexorablemente a la historia
humana y la existencia personal de cada uno? Y aquí es donde la Navidad
extiende ya su primera y maravillosa luz: La historia humana no es un
laberinto absurdo y nuestra vida no va a parar a la muerte y a la
nada. Jesús, con su divina e inefable Palabra, nos dice que Dios ha creado al
hombre por amor y que espera de él, durante la existencia terrena, una
respuesta de amor, para hacerlo partícipe después, más allá del tiempo, de su
Amor eterno. Sabemos por la Sagrada Escritura que “no tenemos aquí ciudad
permanente, sino que andamos buscando la del futuro” (Heb 13,
14).
(…)
La
luz de Belén ilumina también el paso al Año Nuevo. En efecto, a
Belén ―como dice el Evangelista Juan― llegó “la luz verdadera que ilumina a
todo hombre... Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia” (Jn 1,
9. 16). La Navidad nos exhorta y nos impele a tener confianza y valor para
hacer el bien, para dar testimonio de la fe cristiana con la integridad de la
doctrina y la coherencia de vida, para comprometernos en la labor de
santificación personal, levantando siempre la mirada del tiempo hacia la
eternidad: “¡Oh día luminosísimo de la eternidad ―exclama el autor de la Imitación
de Cristo―, que la noche no puede oscurecer porque la suma Verdad lo hace
siempre resplandecer: Día siempre alegre, siempre seguro y que nunca sufre
cambios!” (L. III, cap. 48, n. 1).
¡Amadísimos! La luz de Navidad ilumine y acompañe a cada uno de vosotros en vuestro trabajo, en vuestros afanes, en la dedicación a vuestras familias, durante todo el Año Nuevo que vamos a comenzar,
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