El
Papa que miraba lejos
Sucedía con frecuencia que Juan Pablo II fuera grabado por las cámaras
mientras, en medio de la multitud, parecía mirar lejos. Era como si frente a
sus ojos hubiera siempre un horizonte que escrutar, en el que aparecía y
contemplaba a quien estaba delante de él. Sí, porque creo que más que nadie
sabía mirar todo y envolver a todos con una mirada de fe profunda, vivida y
hasta palpable, a través de su persona.
Con la muerte de Juan Pablo ha desaparecido uno de los pontífices más grandes
de la historia de la Iglesia. El suyo no ha sido sólo uno de los pontificados
más largos, sino también uno de los más intensos y fecundos, un verdadero don
de Dios a la Iglesia entre el segundo y el tercer milenio. Retumban aún en los
oídos del corazón aquellas palabras pronunciadas por el nuevo Papa «llegado de
un país lejano», recién subido al trono de Pedro, en aquel memorable 22 de
octubre de 1978: «No tengáis miedo. Abrid las puertas a Cristo, a su salvadora
potestad».
Estas palabras, realmente proféticas, con las que el recién elegido Pontífice
se presentó a la Iglesia y al mundo, contienen ya en sí todo el vasto programa
de su pontificado, cuyo eje fue Cristo redentor del hombre, como
reza el título de su primera encíclica.
Un pontificado extraordinariamente rico. Preciosa herencia de su magisterio
doctrinal y pastoral, del que la Iglesia, en el futuro, ya no podrá prescindir
en el ejercicio de su misión entre los hombres de nuestro tiempo.
Del pontificado del Papa polaco hay que subrayar algunos aspectos, por su gran
importancia y rabiosa actualidad.
Ante todo su acción pastoral, incansable y extremadamente eficaz, a todos los
niveles de la vida de la Iglesia y de la sociedad actual. Sus numerosos viajes
apostólicos son una de sus expresiones más elocuentes. Juan Pablo II comenzó
un modo nuevo de ser Papa: viajando, poniéndose en camino por
los senderos del mundo, para mirar a los ojos, por decir así, la realidad de
las distintas Iglesias locales en los distintos Continentes y para anunciar el
Evangelio a todos los hombres y a todos los pueblos. Juan Pablo II fue de este
modo el primer y mayor misionero en los más de 26 años que ha durado su
pontificado. Se trata de una visión del ministerio petrino en perfecta sintonía
con las exigencias de los tiempos.
Otra característica del pontificado del papa Wojtyla fue su constante y
paternal cercanía al hombre de hoy. En su encíclica Redemptor hominis afirmaba
que «el hombre es el camino de la Iglesia». Esta afirmación, de enorme
relevancia pastoral, no la olvidó nunca el Papa. Estuvo siempre cerca del
hombre, de sus problemas, defendiendo siempre, con gran valentía, la dignidad
de la persona, sus legítimas aspiraciones, sus derechos
fundamentales y, por lo mismo, sagrados, inmutables. Con razón decía don
Giussani, en el veinticinco aniversario de pontificado: «En Juan Pablo II, en
su figura, el cristianismo define la condición humana, es el camino para la
realización de la felicidad del hombre». Gracias a Karol Wojtyla el mundo se ha
dado cuenta de que el cristianismo quiere ser realmente la realización de lo
humano. También en su último libro el Papa escribía aquel estribillo que
corresponde al genio del cristianismo: «Gloria Dei vivens homo», la gloria de
Dios es el hombre vivo.
El Pontífice nos recordaba a menudo que toda ofensa al hombre es siempre una
grave ofensa a Dios, que lo creó a su imagen y semejanza. No habría que
olvidar, sin embargo, que precisamente por esta tenaz defensa del hombre, Juan
Pablo II fue también centro de ataques y malignidades. Será para siempre un
testigo valeroso y creíble de la dignidad humana.
Juan Pablo II, además, pasará a la historia como el Papa de la paz entre los
hombres y entre los pueblos. Sus mensajes anuales con motivo de la Jornada
mundial de la paz son también lecciones magistrales sobre ese precioso don que
Cristo, el Príncipe de la paz vino a traer al mundo. Y sus frecuentes y
apasionados llamamientos a la paz fundada en la verdad, la libertad, la
justicia, el amor, el perdón y la reconciliación, son otras fuertes llamadas a
la obligación de todos los hombres, creyentes o no, de ser verdaderos y
convencidos constructores de paz.
Otro aspecto fundamental que caracteriza el pontificado del Papa desaparecido
es el de la santidad. El papa Wojtyla ha creado él sólo más
santos y beatos que todos sus predecesores juntos desde 1588, año en que se
creó el dicasterio de las Causas de los santos. La santidad pertenece al DNA de
la Iglesia de Cristo. Es uno de sus elementos constituyentes. Y en la Novo
millennio ineunte dice que el objetivo de toda la actividad pastoral
de la Iglesia es suscitar en los fieles el anhelo de la santidad (NMI, 37).
En
fin, Juan Pablo II pasará a la historia también como el Papa de los
jóvenes. Desde el comienzo de su pontificado se creó un verdadero
feeling entre él y los jóvenes. Los jóvenes han amado al Papa, y el Papa ha
amado a los jóvenes, viendo justamente en ellos el futuro de la Iglesia y de la
sociedad. Especialmente significativo fue la invitación que les hizo: «Jóvenes,
no tengáis miedo de ser los santos del tercer milenio».
(Fuente: 30Giorni,
2005)
No hay comentarios:
Publicar un comentario