La Iglesia de todos los
tiempos, comenzando por el Cenáculo en Pentecostés, rodea siempre a María de
una veneración particular y se dirige a Ella con una peculiar confianza.
La Iglesia de nuestro tiempo, mediante el Concilio Vaticano II, ha hecho una síntesis
de todo lo que se había desarrollado durante las generaciones. El capítulo VIII
de la Constitución dogmática Lumen gentium es, en cierto sentido,
una “carta magna” de la mariología para nuestra época: María
presente de modo particular en el misterio de Cristo y en el misterio de la
Iglesia, María, “Madre de la Iglesia”, como comenzó a llamarla Pablo VI (en
el Credo del Pueblo de Dios), dedicándole después un documento
aparte (Marialis cultus).
Esta presencia de María en el misterio de la
Iglesia, esto es, al mismo tiempo en la vida cotidiana del Pueblo de Dios en
todo el mundo, es sobre todo una presencia materna. María, por así
decirlo, da a la obra salvífica del Hijo y a la misión de la Iglesia una forma
singular: la forma materna. Todo lo que se puede proponer en el lenguaje humano
sobre el tema de la “índole” propia de la mujer-madre —la índole del corazón—,
todo esto se refiere a Ella.
María es siempre el cumplimiento más
pleno del misterio salvífico —desde la Inmaculada Concepción hasta la Asunción—
y es continuamente un preanuncio más eficaz de este misterio.
Ella revela la salvación, acerca la gracia incluso a quienes parecen los más
indiferentes y alejados. En el mundo, que junto al progreso manifiesta su
“corrupción” y su “envejecimiento”, Ella no cesa de ser “el comienzo del mundo
mejor” (origo mundi melioris), como se expresó Pablo VI: “Al hombre
contemporáneo la Virgen María... ofrece una visión serena y una palabra
tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión
sobre la soledad,/ de la paz sobre la turbación,/ de la alegría y de la belleza
sobre el tedio y la náusea.../ de la vida sobre la muerte” (Pablo VI,
Exhortación Apostólica “Para la recta ordenación y desarrollo del culto a la
Santísima Virgen María”, 57; AAS 66, 1974. 166).
A María, que es la Madre de la divina gracia,
confío las vocaciones sacerdotales y religiosas…La nueva primavera de las vocaciones, su nuevo
aumento en toda la Iglesia, se convierta en una prueba particular de su
presencia materna en el misterio de Cristo, en nuestros tiempos, y en el
misterio de su Iglesia sobre toda la tierra. María sola es una viva encarnación de la entrega total y completa a Dios, a
Cristo, a su acción salvífica, que debe encontrar su expresión adecuada en cada
una de las vocaciones sacerdotales y religiosas. María es la expresión más
plena de la fidelidad perfecta al Espíritu Santo y a su acción en el alma, es
la expresión de la fidelidad que significa una cooperación perseverante a la
gracia de la vocación.
(San Juan Pablo II de la Audiencia General 2
de mayo de 1979)
No hay comentarios:
Publicar un comentario